M A U R I C E E C H E V E R R Í A

(7) EPÍLOGO

Algo pasa en el infierno… Los interventores están quebrando millones, billones, y trillones de copas, todo eso lo trituran, para hacer un polvillo fino que pretenden insuflar en la raza humana… Y así avivar todos sus dolores…

Bilisiblis nos dejó escapar, pero ello no quiere decir que ha renunciado a la guerra. Al contrario, ha vuelto con más furor, diría yo; en la región oscura, los mandamases se susurran contraseñas temibles… Algo pasa en el infierno… Los interventores remozan sus amarguras más instintivas, sudan del puro odio… Pareciera como si la biografía universal se llenase de signos ominosos. Los carros más nuevos envejecen de pronto. Las garzas se echan a morir al borde de todas las carreteras. El agua se convierte en vino oscuro. En los bolsillos, los hombres encuentran minúsculos sapos duros. Estos procedimientos, estas conductas anuncian el giro esencial de estos tiempos, que son los últimos. Ya el maleficio ha soltado sus duendecillos y homúnculos asesinos.


Los árboles se meten en la tierra. Toda esa narrativa de los siglos, ascensional, ahora involuciona, deshabla, se invierte taciturna. El aire enrarece; la yerba, también ella, se esconde, y hasta las espinas retroceden. Es la tiranía de la ausencia.

Bilisiblis se levanta, imponente, y dicta a sus súbditos, con voz de cuchillo: “Os ordeno que formen el cuerpo de la culpa”. Bilisiblis es el más hermoso: sobre su corazón, una máscara de obsidiana, y en sus bolsillos, pieles de pescado. Es grande, es viril, es un Destructor en todo el sentido de la palabra. Sus labios son tan negros como su sangre. Bilisiblis da órdenes, centellea, hay tormentas que salen de su boca, bocas que salen de su boca. “Os ordeno que formen el cuerpo de la culpa”.

Por todas las calles, bloques de interventores avanzan, ordenados, rítmicos, para reunirse en la Gran Plaza, en dónde forman, con velocidad extraordinaria, una sustancia densa y oscura, una especie de líquido hambriento, apelotonándose viscosamente, hirviente, gorgoteante.

Hay orina sobre el oro de las ciudades.

Los ángeles caen desde lo alto como pájaros angustiados. Caen, convirtiéndose en rocas. Las rocas son ángeles muertos.

Laura y Carlo se miran: largamente. Forman un corredor–mirada por el cuál se arrastran hombres sin piernas, sin brazos, incompletos, naturalezas gimientes, convoy de perros malformados, soldados sin quijada, locos de ojos cosidos, viejos magos sin memoria, payasos deprimidos... Esto es todo lo que tienen para regalarse, Laura y Carlo. Ésta es la orilla de las tardes y las horas.

Laura y Carlo se muerden, son los perros que siempre quisieron ser. Se arrancan tiernos pedazos de cuerpo, chillan hasta el final de la noche. Es un ejercicio raro, despiadado y automático. Es la muerte que se tenían reservada desde el día que se conocieron. Se arrancan la piel que poco a poco dejaron de tocarse.

Con todos esos fragmentos de piel construyen una catedral cada cuál: dos catedrales, una enfrente de la otra. Un campo de silencio se ha formado entre las dos edificaciones; todo lo que allí se establece pierde su facultad de decir y expresar. Las catedrales crecen, se autoconstruyen, se agrandan, se hacen más solemnes. Los detalles se forman con celeridad, las minucias se generan como en una visión.

Ambas catedrales se miran: largamente. Forman un corredor–mirada por el cuál se arrastran hombres sin piernas, sin brazos, incompletos, naturalezas gimientes, convoy de perros malformados, soldados sin quijada, locos de ojos cosidos, viejos magos sin memoria, payasos deprimidos... Y todos esos Incompletos van a comulgar el pan del odio. Como borrachos van, rumiando para sí palabras inconexas, cavilaciones sin principio ni fin, amasadas con dedos engarrotados… La mujer desnuda con sanguijuelas… El hombre de piernas largas como la noche… El niño con cabeza de ave carroñera… La princesa sin labios…  El monje que se toca frenéticamente los genitales…

Los ángeles caen masacrados. Son como gallos degollados sobre la arena. El invierno ha caído sobre sus alas. Hay que verlos vomitar sangre en los cuarteles. Mil insectos ya los carcomen. Sus cuerpos lucidos ahora venosos. Los ojos antes serenos, hoy dos piedras de pánico. Deben de estar muy débiles porque ya ni gritan cuando la lanza enemiga los traspasa –paroxismo mudo, angustia sin voz, rictus, contracción, espasmo, ningún sonido, ni tampoco un nombre. Sólo el chapoteo de las olas llevando–trayendo costillares. Los seres angelicales, caídos en desgracia.

En esta hecatombe perdí un ala. Un cruel destino. El ala izquierda –obra tan perfecta, tan rigurosamente pura– se me fue arrancada con un hierro largo y cimarrón. El oprobio fue celebrado por mi adversario con sonoras carcajadas desiguales… Esa clase de padecimiento no se mitiga con nada. Los que dicen que han conocido peor sufrimiento mienten.


Llega un momento cuando el mismo Cabeza se ve obligado a realizar un trato con su Sombra:


–Detente ya, deja de sembrar todo ese maíz negro.


–Entonces dame tú a los hombres.


Y luego se meten los dos a una de las habitaciones, la parte oscura, Bilisiblis, y el grande de las hormigas, Cabeza, mientras gotean los techos, bajo la lluvia temible.


Y hacen un Pacto.


Una vez salen ambos del lugar en dónde se habían encerrado, un montón de arañas suben de las profundidades de la tierra, y las rocas se gangrenan, y cosas sinuosas que nadie había profetizado nacen al mundo, expeliendo un olor mortal. Cabeza no dice nada. 


Simplemente manda a embalsamar a los caídos en la batalla, y los coloca en un gran cementerio, entre espumas gloriosas, pero sin espíritu. 


Cabeza pasea en los jardines, palúdico. Ya no es el Fecundo. Sus ojos son dos formas de no decir nada. Los tendones del universo se ablandan. Las esferas pierden su forma, se desintegran en mil polvos. Y todas esas momias atravesando el espacio...

Cierto día, Cabeza simplemente se ausenta. Desaparece. Brigadas de ángeles lo buscan, en todas las lunas. Y en las cosas pequeñas, entre la uña y la carne. Revuelven el universo entero, le dan vueltas a todo.

Yo también lo busco. Pregunto. Las tribus remotas nada saben. Sigo buscando. El viaje me transforma: dimensiones apasionantes que yo ignoraba, cualidades nuevas del ser, brillos restallantes completamente inéditos, nieblas formidables. Todo ese espacio que Cabeza ha dejado como un último regalo. Un día, cansado ya de andar y andar, como un planeta rodante, me echo a dormir. Una siesta larga, eones enteros. Cuando despierto, pienso: “Cabeza está muerto, en efecto”. En efecto, su cadáver se está descomponiendo, desde siempre, y esa descomposición es el universo. Huyo entre los átomos.

Simplemente floto entre los procedimientos cósmicos. Recito viejos teoremas, perdido. Estoy más delgado. Los otros estarán sintiendo lo mismo. La atroz astilla. El atardecer.

Por lo menos, me complace decir que Laura y Carlo se han reconciliado, como resultado del Pacto. Están tan enamorados que no pueden dejar de tocarse, a todas horas. Los veo en el reflejo de la hojalata. Casi siento sus cabellos…

Tendré paciencia. Viviré con estas raíces. Nada sé decir de esos signos en las cortezas de los árboles. En el estanque grasiento, flotan las flores. El viento silba, atrae a los perros. Me lamen los pies.

Como después de una gran fiesta, me recuesto poderosamente en la arena. Es más fácil ser arena que muchas otras cosas.

Insectos aglomerándose, picándome hasta el hartazgo. Si supieran que no siento nada. Que detrás de esta piel no hay sangre ni vida; simplemente soy un ángel; un extraño.

El mundo entero es un sitio sin sentido, sin luz suficiente, sin nadie, salvo para los amantes, que viven en armonía, y no notan que habitan en las tinieblas. De fábula está hecho su bienestar; de mito su historia. Llevan sombreros, y comentan en los supermercados los misceláneos sucesos del día. En su velocidad, no alcanzan a ver el brillo opalino, argentino, ocasional, de la muerte.

Nueve meses después de su encuentro con Cabeza, Bilisiblis pone un huevo: un huevo alegórico. Pero el huevo se rompe: es Cabeza. Cabeza se transforma en un pájaro que traspasa el corazón de Bilisiblis, reestableciendo la antigua dicotomía, trepidando con intensidad por las capas de la negación como una lengua en llamas, en oleadas.

En este día, todo empieza a aclararse de nuevo, aunque, eso sí, los amantes vuelven a ser malqueridos por el destino. El antiguo equilibrio se ha repuesto.

De esa cuenta, a Carlo lo alcanza por fin la policía. Había (minuciosamente) escondido el cuerpo de su vecino en un lugar remoto, impenetrable (a las afueras de la ciudad); según él, sin ser visto por nadie. Pero lo cierto es que una vecina, muy discretamente, lo capturó con la mirada, mientras arrastraba el lento fardo por el pasillo del edificio. La vecina, presa del terror, permanece en silencio por muchos meses, hasta que la culpa la hace reventar, y finalmente, oprimida por semejante peso, va a la policía: lo delata.

Laura, desesperada, se encierra en el baño, durante tres días. Se la pasa metida en la tina, todo ese tiempo, en aguas congeladas. Al tercer día, destapa la tina. El agua se va por el agujero del desagüe, formando un remolino. Poco a poco, Laura se va desgranando toda ella, succionada por el remolino, hasta irse por completo al caño. Bilisiblis la recibe en el infierno, como un perfecto caballero.  

En cuánto a mí, soy el único ángel que queda vivo. Me llamo Wilde. En otros tiempos, fui El Más Original, El Que Nadaba a Contracorriente. Extinguida la raza de los ángeles, tal originalidad se ha perdido para siempre, como un naipe. Observo las supernovas, las constelaciones, la destrucción, el Gólgota sideral, y mis manos en penumbra.

Cabeza me ha construido un ala nueva –forjó los tegumentos, generó los pellejos, multiplicó las carnes, trazó el entramado bioquímico, calibró los flujos noosféricos, añadió, cercenó, circunvaló.

De vez en cuando, desciendo al antiguo apartamento de Laura y Carlo, que de momento está vacío. Recorro los lugares en dónde solía yo sentarme a observarlos. Incluso parece como si han dejado un aroma ligerísimo en el aire.

Sublime Cabeza. Cada sala que lleva a Cabeza es más bella todavía que la precedente. Me gusta acariciarlo, preliminarmente, antes de acostarme a su lado. A veces me deja ver la metrópolis inmensa que ha construido en su interior. Juntos soñamos con inventar otra posibilidad de seres. Los ángeles y los crípticos hombres: amargo proemio a estas criaturas mejores. El machete está perpetuamente erguido. Su brillo me recuerda el brillo de todos esos seres luminosos que dieron su vida, en una célebre batalla.

Nadie discute que Cabeza sabe cómo seducir a un ángel. 
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