M A U R I C E E C H E V E R R Í A

(2) PELEA EN ESTUDIO

He hecho mía la noción de lo soportable y de lo insoportable, la noción del asco y el placer.

Los ángeles llevan mundos, orbes, universos, sobre los hombros, no dicen nada, comprenden el entero mecanismo divino, no lo cuestionan.

Pero tal no es mi caso. Por el contrario, quiero borrar el todo, que es excesivo, y guardar una facción del todo, que es manejable. Sólo da gozo lo que es parcial.

Toda caricia es un acto de posesión, una forma de empuñar el objeto amado. Empuño lo que me rodea con la misma curiosidad de un niño. Entiendo que sólo tengo una mano espiritual: al agarrar algo, suelto el todo.

Asir es un pacto bueno. ¿El erotismo no es la vía? Lo es para mí. Agonía, éxtasis, redención. Cabeza no aprueba esto, lo único que aprueba es la imagen que él juzgó perfecta: la de un cuerpo cayendo en un abismo, y la de otro cuerpo crucificado. Pero para mí se trata de hacer sinfonías, de gritar, y de tocarse. Me toco el pecho, y en mi pecho no hay vellos. Es un pecho de plástico. Me gustaría tener un esfínter en medio del pecho. Y que Laura introduzca en él su lengua áspera como de gato. Bailaría, yo, si eso sucediera. Bailaría.

Es un atajo: el placer me llevará de vuelta a la mente de Cabeza. Eso si el propio Cabeza no me lo impide. Por eso me escondo. Cabeza es un acreedor implacable. Husmea por todas las categorías del ser con su hociquillo arrogante. Más sin embargo confío. El olvido de Cabeza me tiene reservado un momento, y en ese momento Cabeza cambiará, abriendo la ruta al placer sin límites. Soy el Portal. Soy la Locura Teúrgica. Es en el Tiempo en dónde transcurrirá este magnífico instante carnal que pondrá a Cabeza de cabeza. Por eso permanezco en el Tiempo, dónde Cabeza no puede verme. El orgasmo es un mapa.

Podría decirse que soy un prófugo. Pero no hay nada de malo en ello. El Hijo de Cabeza también se fue a los desiertos. A masturbarse. En privado. Para mí. Así es: yo soy el ángel Protector del Hijo. Y en tanto que ángel Protector del Hijo, yo soy el auténtico Salvador. Cristo redimió por el dolor de la carne. Yo redimiré por el placer de la misma. La Tercer Era me corresponde. Seguiré corriendo lejos de Cabeza, y me esconderé en el mismo Infierno si es necesario. Pero el Infierno no me interesa. El Infierno no es más que lo Visible. Es lo que Cabeza aún Ve. Es lo que no decidió Olvidar.

Estuve vagando, es cierto, pero entré a la casa de Carlo y Laura y comprendí. He visto muchos humanos, ¡pero Carlo!, ¡pero Laura! Al nomás cruzar la puerta de entrada los estigmas todos se manifestaron. Y supe que en esta casa es dónde yo perdería la Integridad.


He aquí el corazón negro y ardiente de las emociones. He aquí lo que chorrea de la manera más obtusa. He aquí derretido el helado de la sangre.


Laura ha salido de la sala de baño, y no sabiendo a dónde dirigir sus pasos, no sabiendo enderezarlos, cómo llevarlos a una meta/territorio firme, entonces son los pasos los que la llevan a ella, la ebria, la ahogada, la poseída por prisas y por furias. Así que en lugar de ir a tenderse a la cama, como otras casadas, más patéticas, se dirige más bien al estudio, el lugar de los libros. Y allí cae sobre una silla. Sobre el escritorio portentoso, presuntuoso, hay una foto. Lo medular aquí es que Laura, al ver la foto, al ver la mirada rígida de Carlo en la foto, siente algo así como miedo, como un pánico de mil pies trotaescabulléndose por su columna vertebral, miedo sobre todo de perder su imagen de mujer de frío metal de incorregible soldadura. No quiere tambalearse, aún menos frente a su esposo, porque eso significaría tambalearse frente al mundo entero. Porque Carlo es, en el fondo, el mundo entero de Laura. Laura ha edificado una imagen de seguridad en torno a él, excepto que esa imagen, o estatua, siendo gigantesca, imponente, proyecta una sombra vastísima, un miedo, una inseguridad justamente.

Triunfa el miedo, triunfa el pánico, triunfa el monólogo del miedo. Laura está en un automóvil, que se ha deslizado peligrosamente por la carretera, salido por el borde, y entrado en el agua del lago oscuro, llenándose de agua pesada, y esa agua pesada, es, exactamente, el miedo.

Bueno, es sabido: los libros piensan. Piensan, meditan, mientras esperan que alguien los lea. Y entonces, cuando el lector los abre, no piensan más, porque el lector lo hace por ellos. Y como son tan pensativos los libros, tan ajenos a las ondas tumultuosas de la vida real, Laura se enoja con los libros. Detesta el silencio contemplativo de los volúmenes, esos volúmenes que se han dejado ordenar con una cierta obediencia aristocrática. Caros libros, los libros de Carlo. Muchos con portadas gruesas y contundentes. Están allí, pulcros, talvez no leídos. Laura siente una ligera irritación por causa de esta falsa escenografía intelectual. Carlo no es un intelectual; es un imbécil. ¿Por qué ha venido a refugiarse a este lugar, esencialmente no suyo, esencialmente carlista? Laura se ha refugiado en territorio carlista, lo cuál dobla sus temores. Talvez lo ha hecho inconscientemente, como en son de provocación. Con ánimo de sacar de quicio sus propios, ahora frágiles, límites.


En una de los repisas encontraremos un tratado sobre ángeles, que dice un montón de estupideces. Y diciendo un montón de estupideces, estas obras son de todos modos importantes, porque mantienen el interés de los hombres por nosotros, los ángeles. Sin embargo, en estos tratados, se dice que somos de esta o de aquella manera, cuando somos totalmente distintos, en realidad. Además cada ángel es un género en sí mismo.

Otro libro –muy imponente en el anaquel– es El Paraíso Perdido, de un tal Milton.

También me he topado con una obra llamada Altazor. 

Yo sé más que estos libros, y sin embargo estoy debajo de ellos. Estoy debajo de ellos porque éstos constituyen la totalidad del impulso lúdico del hombre. Sólo el hombre es niño. Es pájaro. Admiro esta enorme catedral de conclusiones que el hombre ha multiplicado y puesto en bibliotecas. He estado en las bibliotecas más significativas, incluida, sí, la biblioteca de Alejandría. Y si bien ya sé todo lo que el hombre sabe, también puedo decir, y lo digo, que el ser humano le añade a todas estas informaciones un toque suyo, un aura indefinible, un cierto amaneramiento que es sencillamente gracia, una personalidad. Nosotros los ángeles carecemos de ella. Somos distintos unos a otros, pero no es la personalidad lo que nos hace distintos: es nuestro destino. La personalidad es cosa del hombre y de la mujer.

A los hombres nos les ha bastado con entender al mundo; ha sido importante para ellos entenderlo de ciertas singulares maneras. Los ángeles no poseen semejante visión, semejante iniciativa. El conocimiento del humano es sobre todo apóstata porque al sintetizar una verdad la interpela simultáneamente, muestra su insuficiencia interna. Lo que me gusta del humano es su particular orgullo. Que no es el particular orgullo del Caído (simple, básico, bíblico). El orgullo del humano es un orgullo que no es orgullo.

¿No es normal, pues, que yo deteste un poco al Creador? ¿No es normal que yo odie al que lo hizo todo, puesto que he comprendido, a través del hombre, que hay otras formas de hacer algo?

Escribiré, más adelante, la historia de mi larga y tortuosa vida, con una de mis plumas. Será un ajuste de cuentas, un acto subversivo y poderoso, un opúsculo en dónde se digan todas las suciedades de la Contradicción Espiritual. Con ese libro, voy a originar un caos corrector, una catarsis demiúrgica y regeneradora.

Y Laura, estimable Laura, única ella en todo el conjunto. ¿Qué suerte despiadada me trajo a su casa, a su esposo, y a ella? Tiene el pelo largo, aparte de salvaje, y en él anidan pájaros violentos. Dos senos pequeños que son dos palomas viciosas. Una vagina que es la celeste Jerusalén. A veces concibe una mirada tan fuerte como la mirada del ángel más viejo. A veces he visto cómo ella ve con una fe destructora. A sus pies me rindo. A los pies de la bella, de la extraordinaria Laura. Posee un cuerpo que sólo merece exclamación. Oh, con gusto lamería cada diente suyo, y masticaría sus venas paradigmáticas. Quiero entrar en comunión con los músculos de Laura. Quiero ver sus jugos, de cerca sus secreciones, temblar ante su saliva toda, decidirme en la acidez de nuestros besos. ¿No es claro lo mucho que la deseo? ¿No es clara la deuda de carne que hay que saldar aquí? Oye criatura, dame eso tuyo, hazme Cabeza, profanémonos. Exacta y perdida, Laura amanece en mis manos como lo primero y lo último.

Pero Laura se ha sentado en una silla: está, de momento, frustrada. Es decir: ha perdido momentáneamente la convicción de su fuerza y propósito, su voluntad se ha cerrado como una vulva seca. Toda esa ira ha quedado allí como un fermento.

Y de pronto, así nomás, por sorpresa, Laura se echa a llorar, cosa más rara, cosa mística si cabe. En efecto, y claramente, Laura llora. Llora, y no creo que la haya visto llorar jamás antes. Debería de haber un fotógrafo en este momento, yo pienso, porque lo sublime es Laura sollozando. Entonces de veras dan ganas de desnudarla, darle el consuelo más tierno, suave, rítmico, acompasado. Ella llora: se ha esforzado porque su matrimonio prospere, por tener un buen matrimonio, pero su esfuerzo no es sino una calcinación del amor. Llora desconsoladamente, porque ha sufrido, ha tenido innumerables tristezas como ésta (que me gustaría haber visto, y podría verlas, de yo quererlo, porque para mí no existe el tiempo, pero estoy tratando de vivir como ellos). Es duro cómo llora Laura en el sentido de que jamás ha llorado delante de Carlo, talvez; entonces esta forma suya de llorar es una reserva, un secreto.


Adviene la calma.

Se trata de una calma tan incólume, que ni siquiera el llamado del teléfono logra romperla: llamado lejano, como cuando un niño te jala la manga discretamente, con cierta insistencia, talvez, pero sin brusquedad, a la vez, imperceptiblemente. Es como si fuera más bien el teléfono de otra casa, de otro apartamento. El graznido de un pájaro derrotado, arrepentido, retrocediendo en la distancia.

Este silencio me recuerda al silencio de aquel día: cuando Cabeza decidió neutralizar a sus ángeles. Hablo de ese día único (y como todos nuestros días, efímeros, eternos) cuando fuimos castrados. En efecto, Cabeza nos colocó contra el paredón, contra el largo paredón que separa sus cosas de las nuestras, y nos dijo: “Desnúdense”. Entonces se acercó uno de sus asistentes personales, y le comentó: “Señor, ya están desnudos”. “Ah, bueno”, tartamudeó ligeramente Cabeza. “Cállense”, dijo entonces. Todos nos quedamos en silencio. Un silencio dramático y anticipatorio. “Tráiganme las tijeras”, resonó su voz vibrante y poderosa, como un engrudo en la marea universal. Con las tijeras en las manos, nos castró uno a uno. No sentimos en realidad ningún dolor. Fue un acto de amor, más bien. Nos dejó limpios, ninguna cicatriz.

Porque antes –es divertido– nosotros los ángeles poseíamos sexo. Pero hubo un episodio confuso, y a decir verdad, más bien bochornoso (ciertos ángeles se enredaron carnalmente con terrestres, dando a luz a una progenie indeseada), que hizo que Cabeza se enojase, y tomase medidas de hecho. Es duro, allí abajo. Toc toc. Él dice que su trabajo es perfecto, que no hay nostalgia. Pero yo sí siento nostalgia.


Por cosas como ésta es que he roto el pacto–boda celeste. Lo cuál me produce muchísima risa. Ciertas vírgenes, antes de ser dadas en sacrificio, ríen como locas brujas. ¿Que si es cierto que el Hijo rió como un desquiciado, báquicamente, antes de ser inmolado? Oh sí. La risa es una apertura, una rendija.


¿Pero qué es esto? Libros vuelan. Carlo lanza libros a Laura, o Laura lanza libros a Carlo. No se distingue. Es todo tan fulminante. Qué tensión, qué pelea encarnizada. Libros grandes o menudos, anodinos o sagrados, no leídos, queridísimos, pastorales, rigurosos, bien y mal escritos, olvidados, fulminantes libros. Carlo y Laura lanzan –gritos despiadados– libros, y las páginas de estos libros son filosas y cortantes, y ambos tienen ya heridas en la piel. Estos libros se han afiliado a un contexto óptimo de acción y compromiso político: la guerra. Todas sus letras se intensifican de la emoción; finalmente han dado el gran paso a la realidad. Es el paso que habían esperado toda su vida.


Pero retrocedamos. Retrocedamos un poquito. Porque me parece que Laura estaba sola, estaba en calma. ¿Cómo sucedió de repente esta batalla campal? El estudio se encuentra justo al lado de la sala de baño: entonces Laura oye el agua correr en la cañería tan próxima: es Carlo que, lavándose la cara, se dispone a salir. Lo cuál le provoca a ella un estado de ansiedad: un estado que no se decide entre la ira y el miedo, entre el orgullo y la sumisión. El agua describe un gorgoteo dulce al fugarse hacia las oscuridades de los tubos. Carlo se lava perentoriamente el rostro. Laura aguarda como un gato asustado, desesperado, loco.

Carlo sale finalmente del baño. El ruido de la puerta abriéndose causa una cierta zozobra en Laura, una cierta modificación de sus arterias coronarias. Laura sabe –lo sabe como se sabe que delante de uno hay una roca, un árbol, un automóvil– que algo terrible sucederá. Los interventores están escalando las paredes exteriores del alma de Laura, y en poco tiempo quemarán sus ojos con aceite negro. Todo está empeorando, para Laura. Le gustaría poder hacer algo, por ejemplo orar, pero para orar es preciso ablandarse, por lo menos astillarse, y Laura simplemente se está endureciendo, se está tensando como la cuerda del arco, lista para soltar su flecha en la nada, en la inútil y anatómica nada. Carlo camina directo al cuarto, en su (maldita, piensa ella, asquerosa, piensa ella) bata de baño. La ira es un milagro siempre bien dispuesto.

Laura escucha cómo Carlo se viste, lo oye abrir el clóset, descolgar un cincho, sacar a lo mejor un par de zapatos. Y lo detesta por ello. ¿Cómo puede seguir así, como si nada? ¿Cómo puede mantener un orden cotidiano, cómo puede hacer caso a esta inercia, a esta repugnante continuación? ¿Es que no se da cuenta que este estilo de vida, esta forma incesante de comportamiento, los está matando, los está destruyendo? La irritación crece en ella como una araña cuyas patas son miles de microscópicos dolorosos alambres.

Laura sabe que hay una pistola escondida detrás de los libros (Obras Completas de Tolstoi, con tapas de cuero); lo sabe porque ella misma la ha puesto allí. La puso allí, y nunca dijo nada a Carlo. Carlo, por su lado, y Laura lo sabe, jamás leerá a Tolstoi.

Este secreto –esta pistola honrada en el misterio– la colma de superioridad. Laura se siente protegida por este secreto. Ríe para sus adentros. Es divertido tener todo ese poder a la mano. Es divertido tener la capacidad de quitarlo todo. ¿Qué cuando la puso allí? Otro día que peleaban, entonces se le ocurrió. Al otro día llamó a una amistad entendida en estas cosas, y ésta consiguió para ella el arma. Se trata de un arma no registrada. Su función es vigilar que Carlo no se pase de la raya.

Carlo entra al estudio, por sorpresa. No hay señas de un ángel custodio, aún. Me siento en el sofá a observar la escena. Carlo parece rejuvenecido, desde la última vez que lo vi estar en la sala de baño. Se ha establecido una resolución en su persona, una química brusca. Es como si un dibujante virtuoso hubiese hecho unos trazos simples y arrogantes sobre su voluntad. Y no dice nada. Y se da el lujo de no decir nada. Simplemente la observa, como un ladrón inteligente y sagaz, elegante, imbatible. Tan intimidante su presencia. Su pecho emerge por entre la camisa, no abrochada del todo. (¿Cuándo podré por favor acariciarlo? ¿Cuándo tocarlo por fin? ¿Cuándo mío, ese pecho? ¿Cuándo estos dedos halagándolo?) Ha sido tan efectiva la aparición de Carlo que le he quitado la vista a Laura por un momento, y al ponerla de nuevo sobre ella, me doy cuenta que es simplemente extraordinaria, Laura. Laura también está allí, altiva, impermeable, consecutiva, mordaz. No ha bajado la mirada; no ha retrocedido. La mantiene tan dura, tan juguetona, tan lista e implacable como la de él. Está de pie, y está viva. Ambos están de pie. Ambos son amos. Una misma suntuosidad se ha dividido en dos cuerpos contrarios, que sólo anhelan reunirse de nuevo en un ataque sangriento. La guerra es una manera de cópula.

Carlo le dice tantas cosas a ella. No, no es Carlo quién le dice tantas cosas a ella. Es Laura quién suelta una manada de palabras, insultos, recriminaciones, señalamientos, rencores, espinas, venenos, enjundias, cribas, puñales, abejas, tigres, elefantes, residuos, cachivaches, viejos cadáveres secos, dictadores, agujas infectadas, quijadas, muebles, pianos, balas, bombas molotov, acusaciones fantásticas. Son los frutos de un cerebro que se ha encerrado por demasiado tiempo en su propio resentimiento. Es todo anarquía de fonemas, sílabas y lenguajes. Lo más inexplicable es la fuerza que tiene Laura para decir estas cosas. Laura grita; los vecinos se encogen. ¿Se ríen? No, esta vez no. Se rieron otras veces. Pero esta vez no. Porque esta vez, tienen miedo. Tienen miedo porque saben que algo siniestro, como de ultratumba, supersatánico, ha despertado del otro lado del muro.

Carlo no dice nada. Observa nomás. Las flechas de Laura se quiebran ante el masivo castillo que es Carlo en este momento consagratorio; sus proyectiles rebotan contra tal bloque de silencio, cayendo de regreso en su cuerpo malherido. Laura enseguida se siente inferior. Carlo ha hecho algo muy inteligente. Dejar que Laura se extenúe por su propia cuenta. Laura necesita de un enemigo. Pero al no tener enfrente a uno (el silencio de Carlo) Laura se usa a sí misma de enemiga: se autodesangra. Cuando se da cuenta de ello, es tarde. Intenta retarlo, pero él no responde. Este encuentro lo ha ganado él. Su mente es poderosa. Laura duda de sí misma, resquebrajándose como una torre de madera en llamas.

Entonces, como salido de quién sabe dónde, un dolor de cabeza intenso, prístino, mortal, dolorosamente humano, ataca a Laura. Es un cristal insoportable en la parte de atrás, por encima del cuello. Náuseavértigo. Los músculos de Laura se contraen como gatos a punto de ahogarse. Un sufrimiento tan terrible como ninguna vez había sentido alguno. Ahora sí: dice Laura: me estoy muriendo. Por fin, este hombre ha logrado su cometido: matarme. Algo me succiona hacia el suelo, una tumba de dolor. Tenía que pasar. Finalmente ha pasado. Lo que tanto temía. ¿Derrame, apoplejía? Todos esos términos acuden a la mente de Laura con cierta persistencia segura, envueltos en horror profundo. El miedo–traje está hecho perfectamente a su medida, cortado con maestría y virtuosismo, por un sastre letalmente exacto. Laura debe apoyarse en el escritorio, para no caerse. Es humillante esta condición para ella: tener que decaer de esta forma enfrente de Carlo. Tener así de expuesto el corazón tostado y ardiente de los sentimientos. En poco, su cabeza rodará, decapitada.

En medio de tanto desorden, de tan emblanquecida impotencia, Laura alcanza a reunir, sintetizar, cristalizar un último acto, un primer acto: la pistola. Se dirige, mal que bien, hacia los libros (Tosltoi, Obras Completas) apartándolos de un manotazo firme o neurótico, y en efecto, gris o negra talvez, el arma la está esperando, la espera con comedimiento, con seguro aparecerse, naturalidad incluso, reclamando su derecho dorado a estar allí. Carlo aún no alcanza a distinguir lo que está sucediendo, y no obstante está sucediendo algo de consecuencias urgentes. Me refiero a que es un arma lo que está empuñando la bella Laura, Laura la bella empuña el arma con tal seguridad, con tal firmeza, que el dolor de cabeza desaparece momentáneamente, lo pone entre paréntesis, es como si la pistola fuese un animal cuya sola función en esta vida fuera darle certidumbre, protección, y tranquilidad en todos los niveles, a nuestra queridísima Laura, y con el arma así en la mano, Laura ha tocado un poco cierta inmortalidad, cierta consistencia infinita. Ahora sí: Carlo se da cuenta de lo que ocurre, un temblor injusto aflora en sus labios, pero no pierde completamente el control. Laura le quita el seguro al artefacto, maravillándose de la facilidad con la cuál las cosas se anuncian y se emplazan, maravillándose del peso tan justo de la pistola –de su ecuanimidad. Es maravilloso todo esto, simple acontecimiento, vuelta de tuerca, recuperación del poder. Laura se siente libre. Qué bueno que se acordó del arma. Es bueno recordarse siempre del arma. Siempre.

Laura apunta. La mano de Laura –la pistola– tiembla lo suficiente, pero no acaso tanto como para errar. Suda un poco, pero no acaso tanto como para equivocarse. La bala alcanzaría a Carlo en algún sitio, de ser liberada. Las cosas se hacen más pequeñas en el cuarto. El olor de los libros se amplifica, se hace presente. Son millones de libros, apretándose unos a otros. Laura tiene ganas de disparar. Honestamente su intención nunca había sido disparar, era simplemente asustarlo, pero ahora asustarlo sencillamente no tiene sentido, es estúpido. Esta circunstancia demanda un cierto compromiso, una poderosa aceptación.

Carlo reacciona; reacciona con maestría, agilidad, sorna, admirable estilo. Laura no alcanza a jalar el gatillo. En efecto, de un golpe Carlo le ha quitado el arma a Laura, le ha puesto ambas manos detrás de la espalda, la ha inmovilizado.

Laura gime, desconsolada, tristemente. El otro la arrastra del pelo, le grita cosas no dulces, cosas como: “Puta de mierda”, y: “Te voy a hacer daño, maldita”. Y Laura sabe que es verdad. Que así será. Recibe tres golpes en la cara, secos, bien establecidos. “Ya vas a ver, ahora sí que vas a ver”, continúa Carlo. Ella grita con desesperación. Los vecinos están algo nerviosos, están de hecho muy nerviosos.

Carlo procede a violarla, la viola en la alfombra. Se aprovecha de su mujer. Un coito largo, y agresivo. Ella recibe el ataque primero con resistencia, luego con progresiva amargura, finalmente con resignación autista.

Hasta que Carlo se retira, sudoroso, maligno. Durante toda la violación, Carlo siempre estuvo encima de ella, agarrándole los brazos. Ella apenas podía respirar bajo su cuerpo acaso no gigantesco, pero ciertamente más grande que el suyo. Cuando se quita de encima, ni siquiera la mira, es tanto su desprecio. Allí está ella, pero es como si no estuviera. Está allí pero es como si se hubiera encogido, se hubiera achiquitado enormemente de la pura vergüenza y ahora es insignificante, una espora. Laura así en el suelo, con sentimentales moretones. Laura que llora, pero quedito, quedito, sin querer molestar. El dolor de cabeza se ha ido, momentáneamente. Se siente casi bien de haber sido violada. Su piel tibiafría. Como ir hacia abajo, como caer entre almohadas, como suicidarse entre plumas. Suavecito. Laura cierra los ojos; se desmaya. Se hunde en sus propios párpados. Tengo ganas tremendas de tomar a Laura; ella está golpeada, y lo que quiero es agarrar la coloración exacta de los moretones que la van cubriendo.


Ahora duerme y sueña. Un desierto, para ser más exactos. Un desierto de arenas negras extendidas hasta el infinito. ¿Está acaso desnuda? No. Es que su apariencia es andrajosa. El sol se cierne sobre ella de la manera más repugnante. Laura camina y camina. Una tormenta de arena se levanta. La arena se empecina en lastimar a Laura, que primero baja la cabeza, porque no puede ver nada, y luego incluso debe avanzar a rastras, como un animal entonces. Continúa un poco, hasta caer rendida, y cerrar los ojos. Cuando los vuelve a abrir, la tormenta de arena ha terminado. De hecho no hay arena, sino largas vegetaciones. Un lago, y hacia allá, quién lo diría, una especie de mansión. Laura no puede moverse.

Por fin, algo se disloca en su interior. Logra avanzar. El lago sigue allí, el bosque sigue allí, la mansión también. No es una mansión, es más como una diminuta casa hermosa. Tan hermosa que parece gigante, que parece una mansión. Camina como midiendo sus pasos, con extremosa cautela. Hasta llegar a la casa. No hay puertas. No hay ventanas. O talvez sí las hay, pero están todas abiertas. En un momento se encuentra ya en el enorme vestíbulo, en donde hay enormes cuadros colgados. Son todos retratos de… Laura. Retratos de Laura, pero en todos los retratos aparece ella como anciana. Laura los observa con una cierta curiosidad, con una atracción genuina. Así permanece horas, apreciándolos.


Laura se mueve en los territorios de su sueño con una gracia excepcional, con una gracia que yo desconocía en ella, con una gracia que estoy seguro ella podría explotar en la vida real. Es como si estuviera libre de ciertos gestos que normalmente la encarcelan. En verdad, lo que Laura necesita son sueños. Todos esos viajes no hechos. Todos esos romances no realizados.

Ahora se acerca a la ventana, y descubre con cierto arrobo, que en el cielo hay cinco lunas. Así es: todas brillantes, perfectamente esféricas, suspendidas en el cielo. Un cierto tono rojizo las rodea, un halo fulgurante y levitante. Laura no sabe qué hacer, posiblemente es por ello que llora. Es hermoso. Jamás ha visto cosa parecida. Está como hipnotizada. Si tan sólo Carlo pudiera ver esto, se dice. Entonces todo cambiaría. Las cosas cambiarían… Las disputas, las grises elongaciones sin sentido. Laura pone su mano sobre el muro, para no caerse, de la emoción. La emoción se despeña en su pecho. Es insoportable. Tiene que compartirla con alguien. Un vapor brusco que la sacude entera, una información que se desborda, una química sin calma. “Estoy atrapada en este momento bello”, se dice Laura, “y no podré salir de aquí hasta que alguien más lo mire conmigo”. Eso dice Laura en este momento. Y yo la escucho nítidamente, y Laura no sabe –dolor, espanto tremendos– que yo estoy viendo las cinco lunas, acompañándola. Para ella yo podría formar más lunas: diez, cincuenta mil lunas si fuera preciso, todas las que quiera. Todas las que merece.  


Debo entrar. Debo romper esta frontera absurda que me separa de Laura. Ella calentará mis ojos grises. Quiero caminar por las carreteras largas hasta llegar al corazón de ella. Es cierto que injertarse en el sueño de Laura podría ser una empresa riesgosa. Puede que Cabeza no me vea… pero puede que sí. Debo medir mi ritmo. Sobre todo, evitar las unidades artificiales de sentido, y tener cuidado de no ser canal de energía alguna. Es un trabajo de extrema prudencia. Sobre todo no tocar ninguno de los meridianos por dentro. ¿Qué pasaría si provoco una integración? No quiero ni pensarlo. ¡Carrusel de maldiciones! ¡Los traumas…! ¡Incalculables! ¡Por fortuna, sé cómo limpiar mis pisadas! ¡Todas las superficies pránicas quedarán intactas tras mi paso! Ni me acercaré a los vórtices. Y una vez esté cerca de Laura, sólo me implantaré en su episodio onírico durante una fracción infinitesimal de tiempo, y sobre todo disfrazado de algo, disfrazado de una frecuencia intermitente, acelerándome y sosegándome de una manera esquizoide, inasible. ¡Cuidado, no obstante! Cabeza es perspicaz. Muy perspicaz. Ha sembrado abismos por toda la creación. Ha puesto mensajes falsos por doquier.


Sobre todo, lo más importante es no meterme en ninguna parcela de eternidad. Cada sueño es una mezcla brutal de tiempo y eternidad. Se requiere de una conciencia superior, de una auténtica conciencia angelical para hacer la distinción. Hay que programarse verdaderamente, poner atención, y luego poner más atención todavía. Caminar de puntillas, porque hay bahías de eternidad fagocitando el tiempo. Con sólo poner un dedo en la región celeste, Cabeza sabrá en dónde estoy. Una opción es atravesar constantemente el vacío. Por supuesto, no es buena idea detenerse en el vacío. Nadie puede detenerse en el vacío sin desintegrarse, sin convertirse a su vez en vacío. Hasta un ángel puede ser absorbido por la nada. Un lugar más seguro es la emoción humana, que básicamente es tiempo repitiéndose. Ira. Miedo. Vergüenza. Allí Cabeza no busca; es muy respetuoso. Es un Caballero. He graficado dos millones de itinerarios. He delineado alternativas. Mi inteligencia genera inteligencias.

Casi caigo, al momento de entrar al sueño de Laura, en uno de los despeñaderos de eternidad de los cuáles venía hablando. No ha sido una sensación agradable la que pude sentir durante un momento: me tambaleé como un perfecto borracho... En todo caso: logré mantener mis alas elevadas y bajo control, y al final recuperé mi equilibrio, mi sano juicio.

(Definitivamente, no hay otros ni ha habido otros iguales a mí. Ni siquiera Bilisiblis me iguala. Él nunca creyó en las Diez Mil Cosas. Nunca le dio importancia a la multiplicidad sino como contravención, ni se dio cuenta del potencial del mundo en sí mismo.)


Otra vez por poco caigo. Y peor todavía, puesto que un hilo de saliva se me escapa de la boca y se precipita en las profundidades. Mi pie tambaleando, huérfano, tienta y busca y hurga, y la defenestración es inminente, pero alcanzo a colocarme sobre una fibra de tiempo minúscula, infinitesimal, precaria como ninguna, un istmo entre nadas. Este equilibrio perecedero demanda un acto exigente, una radicalidad: me pongo a meditar. Es una meditación asertiva, energetizante, casi exagerada. Pero es la única manera en que me puedo hacer uno con el hilo que me sostiene, para no caerme. El hilo al principio estaba temblando peligrosamente, vibrando en una intermitencia que bien podía disparar el contexto hacia un caos de probabilidades, pero finalmente se calmó, y quedó inmóvil. Soy como un pájaro gigante sobre un hilo de teléfono. Es hasta cierto punto cómico, ridículo. Me río en silencio de mí mismo. Estoy intacto. Soy Wilde. Falta poco para llegar a mi amadísima Laura.


Camino por el delgado hilo, durante unos cuarenta kilómetros, lentamente, pausadamente, con cierta reverencia necesaria. En el kilómetro cuarenta exactamente, salto a otro hilo, menos fino aún, para acercarme así lo más posible a Laura: ya veo su cabellera alucinante. Ya me he acostumbrado a la dificultad de avanzar en territorio tan estrecho, y ello me permite adelantar con más seguridad y rapidez. Conforme me voy acercando más y más a Laura mis ojos se ponen más y más rojos, como los de una criatura en la noche. Pero, ¿qué criatura? ¿En qué me he convertido,? No lo sé: sigo. La idea es no despertarla dentro de su propio sueño. Soy un animal subrepticio. Los hilos cruzan todo el espacio onírico formando análisis imposibles, cárceles y laberintos. Es un entramado codicioso y extenso, que admite toda suerte de excentricidades formales. Algunos cuervos se posan sobre los hilos. Algunos combaten entre ellos en el aire. Un teléfono suena en la distancia, se magnifica o se atenúa. Luego el silencio sobrio vuelve a su lugar, solamente interrumpido por ciertos ronroneos oníricos, por ciertas estridencias ocasionales.

Laura no se ha dado cuenta de nada, aún; no ha advertido mi presencia y es porque me acerco con una cautela que ya es lo mismo que la paranoia que ya es lo mismo que la ataraxia. Es hermoso acercarse a ella con tal gracia, tal autodominio, tal sentido de la sutileza, como una bailarina de ballet. Mil gatos silenciosos dentro de mí: todos mirándola a ella. Mil criaturas con lenguas de nube. Soy ya el humo de los silencios. Estoy casi a su lado, y siempre a su espalda. No quiero que Laura me perciba como un enemigo… No quiero que haga de mí algo extraño, o demoníaco. Debo tratar esta situación con el cuidado más grande. Quiero presentarme a sus ojos como un amigo, como un amigo bello y seguro. Alguien a quién se puede acercar para un abrazo.


No, definitivamente Laura no me ha visto. Sólo se ha limitado por un momento a levantar la cabeza, pero no hay que buscar en ese gesto un rasgo legítimo de atención, sino más bien una indecisión o zozobra hacia el ambiente circundante. Es un reflejo; un insignificante abismo; una vellosidad.


Laura ahora sueña con un gatito.

El gatito se deja acariciar con cierta complacencia malsana. No es un gato necesariamente gordo, o grande, no es un gato desagradable bajo ningún punto de vista. Laura está muy concentrada en pasar su mano pulcra y atenta sobre la espina vertebral del animal, cosa que hace con aplicación, como si su vida de ello dependiera. El gato ronronea, y de vez en cuando se lame una pata con una pequeña lengua áspera. La caricia de Laura resume la inmensa dedicación del ser humano, su vastísima obcecación amorosa, su íntima guerra de sumisión, entrega y servicio. Laura ha creado un campo energético alrededor de este gato, lo ha magnetizado. El amor… qué fuerza más intrigante, realmente. Una fuerza que limpia todo aquello que toca. El ser humano usa tal fuerza como quién está pintando, a veces. Se deja sorprender intuitivamente por sus brillos, por sus texturas, por su maleabilidad fascinante.


Me pregunto si yo puedo tener para con Laura el mismo gesto creativo que Laura tiene para con el gato. Es decir: mi pregunta es si puedo crear un espejo cósmico que haga de su relámpago de amor algo mío, puesto que Cabeza no depositó en mí amor alguno, salvo el amor a la ecuanimidad. Tocar a Laura… ¿Ronroneará? ¿Se dejará caer en el abismo de mi pecho como una virgen sacrificándose? Quiero extender un brazo y el ala, y rozarla y zozobrar.


Bien, la hora ha llegado. Me acerco a Laura con gran reverencia. ¿Me descubrirá Cabeza? Y de hacerlo, ¿me destruirá en un segundo y en menos que un segundo? He llegado a mi más profunda humildad, he llegado a mi más profunda impotencia, he llegado a la ignorancia. Es como dejar una vieja piel; como nacer. Es eso. Un acto de humildad. ¿Cómo será la piel de Laura en cambio? ¿Será algo parecido a la piel de una computadora? ¿Será algo parecido a la piel de un rocío? El mundo es marea de pieles: capas y capas. Huracán de pieles, de cosas que cubren a otras cosas. De desgarrones y suturas. De entrañas y poros. Los cuerpos, las pieles se buscan, infinitamente. Parches de todos y todos los colores, territorios de superficie intercomunicada. Un continente de piel, en dónde circulan las tribus nómadas del ocaso, siempre tras una aventura nueva, en camellos descompuestos.


Me mira con la mirada con la cuál un niño observa el retrato de su abuela muerta. El ambiente se ha vuelto esponjoso, muy lento.


Laura voltea, se desplaza con pasos seguros hasta quedar tan cerca de mí. Ella es muy pequeña y yo en cambio soy tan grande. Me pongo de rodillas, y ahora somos del mismo tamaño. Pero entonces ella se pone de rodillas. Yo, que ya estoy de rodillas, me tengo que poner de rodillas una segunda vez. Y así nos vamos los dos poniendo de rodillas hasta convertirnos en partículas subatómicas, en mariposas insignificantes de luz. Somos tan chiquitos que las minuciosas transiciones del tiempo son incluso exageradamente grandes, grietas. El presente: una vasija que se rompe a perpetuidad.


Extiendo grandemente mis alas, provocando mareas y vientos. Laura extasiada suelta un gritito de aprobación. Lentamente, voy cerrando mis alas alrededor de ella, como un manto de luz. La luz de un ángel no es acaso la luz de Cabeza, pero es una luz muy impresionante para un ser humano, incluso en el territorio feral de un sueño.

Nos besamos. Yo creo, por la naturalidad con la cuál Laura ha depositado sus labios en los míos, que en efecto se trata de un beso. Besémonos, Laura, hasta que nuestros labios se vuelvan negros como el aceite. Digamos algo bello y asfixiémoslo con el beso. Seremos los Cosidos, tú y yo.

Amaso la sustancia del sueño de Laura, y formo un sexo provisional: me confecciono un pene. De acuerdo al pene de Carlo, pero de acuerdo también a los muchos aparatos sexuales que vi durante mi huída del Reino de Cabeza. Un pene duro, exigente, tenso como la sangre. Laura lo reconoce con aprehensión, desbordada lujuria. No puede dejar de tocarme. Yo me siento bastante raro, a decir verdad; en la naturaleza humana no existen las formas exactas; sólo hay sensaciones. Y una sensación es algo muy extraño para mí. Es un anillo abierto. Una herida que sangra. Algo que nunca se resigna. Así que la pureza no existe jamás para el ser humano… Creo que voy a estrangularla si no la poseo pronto. Ahora comprendo: los seres humanos hacen el amor para no matar.

La poseo, entonces. Así, torpemente, agraciadamente, correctamente o mal, la poseo. Claro, no se trata de genuina posesión física: se trata solamente de una elongación onírica, pero digamos que aquí ya la entrega de parte de Laura es real; la veo darse con cierta despiadada morbidez, con formidable fe. El sexo genera cantidades atronadoras de fe, lo que sucede es que el ser humano ya no sabe o quiere aprovecharla. Laura por lo menos está esperanzada; hay esperanza en sus ojos tibios. Este primer encuentro sexual de un hombre y un ángel (todos los demás han sido apócrifos) resulta exitoso, a pesar de que no entiendo muy bien ciertas cuestiones. Consideraría más fácil si tan se tratara de penetrar a la mujer y quedarse así: penetrante. Pero en cambio hay que penetrar y retirarse, y recomenzar mil veces el protocolo. El sexo es avanzar y retroceder a partes iguales; es una guerra en dónde hay que matar y ceder. 


Repito: ésta no es una posesión real, es tan sólo una posesión lejana, hecha con las brumas de un sueño. No es un recuerdo tampoco. Más bien, voluntad expresándose, pero sin desembocar en ninguna materialidad, en ningún reino. Es voluntad sin heces. Como poner un montón de palabras juntas y bellamente. Un poema. Eso. Poseer a Laura en su propio sueño es como nacer en un poema. Pero un poema, una novela, un hermoso ensayo, son ilusiones que ante la muerte huyen en forma de ceniza. Lo mismo este acto bello del sexo: necesita fluidos para no quebrarse en mil pergaminos. Así que en cierta medida, esta belleza está hecha de frustración, de prisa ontológica. Este sueño/coito está sostenido por cuatro pilares de fracaso. Deja un cierto sabor melancólico. Ya los interventores están haciendo de todo esto una gran broma universal. Los oigo reír como pequeños enfermos –como el cínico que ha recibido el argumento final de su filosofía. Vuelan muy cerca de nosotros. Por fortuna, Laura tiene cerrados los ojos. Se ha encerrado en una nueva esfera de placidez…


En tales momentos me hallo, cuando algo se mueve furtivamente a mi lado derecho. Casi imperceptible. Casi la sombra de una sombra. Un puntilleo tenue. Sí, sí, algo moviéndose…


Wilde, por favor, reacciona. ¿No entiendes que algo se mueve a tu lado derecho? ¿Un injerto, que desea entrar a sembrar confusión en la mente de Laura? Los injertos son incluso más peligrosos que los interventores. Hay una cierta claridad en los interventores inclusive respetable. Se trata de un propósito, una dirección. Pero el caso de los injertos es aterrador, puesto que no son más que jirones de nada, caos buscando caos, precipicio puro. Me temo que quiera aprovechar este raro momento de unión entro yo y Laura para aprovecharse a su vez de ella, y volverla loca. Pero no puedo permitirlo. Laura es mía.


Me retiro abruptamente de Laura, causando en ella un trauma de impredecibles consecuencias. Pero no puedo permitir que el intruso escape. Percibo su larga cola de escamas brillantes; lo veo correr a través de los corredores, a una velocidad extraordinaria. Sin embargo no cedo. Me desplazo a toda velocidad yo también, saltando de un hilo al otro. Mi contendiente formula piruetas respetables, difíciles de emular. Por un momento, alcanzo incluso a agarrarle la cola, pero la criatura me ofrece un manotazo; y la suelto. No tengo tiempo de desenvainar mi espada. Es preciso seguir corriendo–volando. El intruso deja escapar ciertas palabras que no alcanzo a comprender del todo. ¿Magia? En un momento desaparece… Me quedo inmóvil, sin saber hacia dónde ir. Mi atención es perfecta. Gran quietud... Hasta que una brizna lo delata. Recomienza la carrera intempestiva. Mis saltos son de kilómetros. Y los de él… Jamás había visto un ser tan flexible, tan moral. Un parpadeo, una insolencia, una ráfaga. Algo se me ocurre, absurdamente: “El sexo es enfrentarse a uno mismo”. Y justo en ese momento, mi adversario escapa.


Es inútil; si había algo, ya no está allí. Laura está como lejana, presa de una imagen de terror. Mi súbito abandono la ha quebrado en dos. Todo luce difuminado en su sueño, todo se ha vuelto rencoroso, neblinoso. Ya no tiene sentido seguir buscando nada… Es mejor salir de una vez: este sueño quedará entrampado en la conciencia de Laura, para siempre. La pregunta es: ¿hice bien en agarrar la cola de ese espía? ¿Y si se trataba más bien de un ángel? No lo sé. Pero eso no tiene importancia, puesto que lo sabré pronto. O acaso no. Acaso Cabeza decida esperar hasta que se me pudran las alas. Salgo de esta región como quién se va de un país al que no volverá jamás. Así es: hay viajes que están destinados a no repetirse. Y viajeros como yo perdidos en la niebla…

Laura despierta: el estudio, los libros. La vasija en dónde sus sentimientos luchan por perdurar se encuentra en mil pedazos. La realidad se aprieta contra ella, asfixiándola. Ese sabor en la boca, de saliva y sangre (algún golpe, especialmente duro, le habrá dado Carlo). Fracasó en algún modo algo en su interior: Laura –su voluntad, su entrega– ha muerto. No tiene ganas de levantarse. Aunque también tiene miedo que Carlo regrese, y vuelva a abusar de ella, quizá ahora de maneras más violentas. Laura despierta como si despertar fuera morir, despierta como si despertar fuera odiar la vida tremendamente, hasta lo más lejano, hasta dónde odiar es ya un acto de amor. Y es la vergüenza lo que la lleva a tal extremo. “Estoy tan avergonzada” se repite una y otra, y cinco y diez veces, químicamente. Como van las cosas, jamás me acostaré con Carlo y Laura al mismo tiempo. Se odian tanto el uno al otro... Los interventores se deslizan por las piernas de Laura alegremente. Le jalan los vellos púbicos, y Laura ya solamente es una isla catatónica, una especie de inutilidad mineral. Los interventores se hacen acompañar de perros Klippots, verdaderas cáscaras de energía muerta. Los Klippots la vigilan, a Laura, se ocupan de que no se pueda mover, salvo para llorar. No es un llanto liberador. Es un llanto asfixiador.

La sangre de Laura bulle, hiperfragmentada en mil rabias individuales. Es un cabildeo de arañas, una comparsa alucinante en dónde cada rencor empuja al otro, con agresividad. La memoria de la ira funciona así. No hay ira aislada. Toda ira necesita de otra ira para seguir viva. Su política es la política del contagio. Con mucho espacio, una ira desfallece. La ira no soporta el oxígeno. Por tanto, Laura está echando mano de todas las iras que se han almacenado en la base de datos de su memoria. Si Carlo pudiese ver lo que transcurre en la mente galvanizada de Laura, retrocedería espantado, empezaría a correr muy rápido y muy duro a un lugar muy lejano. Laura se está tomando del pelo y se arranca los mechones, y proyecta inquietantes gritos histéricos.


Laura declara:

–Yo, Laura, esposa de Carlo, declaro que Carlo es un imbécil por los siglos de los siglos de los siglos, y que de ahora en adelante estaré en guerra contra su persona, no descansaré hasta que las flores de su tumba lo detesten, hasta que las estrellas se aburran de verlo muerto. Declaro en este momento que ningún otro propósito es tan importante como el solo propósito de hacerle daño. Carlo dejará de ser un hombre. Carla se comerá su propia verga, de rodillas, y pedirá perdón. La violencia que lo ha caracterizado en algunas ocasiones será desmantelada completamente, y en vez de ella sólo habrá dolorosa electricidad. Ya sé cómo hacerlo todo; ya lo tengo todo preparado. Nadie lo conoce mejor que yo, nadie sabe cuáles son sus engrudos: pero yo sí. Desamarraré las suturas de su conciencia. Prepararé pequeños milagros de muerte para él. Esta es mi declaración de odio. Ésta es mi manera de ver la vida de ahora en adelante. Tiernas bicicletas vendrán a torturarlo. Tiernas maestras encarnecidas, sin úteros visibles, le robarán las uñas. Oh, no sabe qué huracán, que vertiginoso mal ya lo está buscando.

Laura medita de una manera violenta su venganza. Algo de su odio hacia Carlo se convierte en odio mío hacia Cabeza.

Laura, a estas alturas, tienes cerradas todas sus esclusas interiores. Y en esas habitaciones herméticas, la frustración crece como un antiguo hongo prehistórico.


Por fortuna para mi queridísima Laura, decide su cuerpo no contener la frustración más tiempo del prudente, y vomita. Por momentos, Laura siente que no puede respirar, dentro de tanta indignación devuelta. Pero un orden parcial termina estableciéndose. Digo parcial porque la causa primera de la frustración general sigue incólume, sigue generando al fin de cuentas más frustración. 

Laura, la hermosa, cae postrada otra vez. Es como si mil hilos la sujetasen. De hecho, mil hilos la sujetan. Han sido puestos allí por los interventores con el objetivo de fijar y clavar a Laura al suelo. Es como si una araña muy inteligente hubiese preparado una complicada red. La idea primordial de tanto hilo es crear una saturación, una masiva tensión sobre los brazos, piernas, cadera, oreja, párpado, seno, dedos de los pies de Laura. Una verdadera prisión de hilos. Por cada una de estas fibras ligeras, cargas eléctricas se desplazan, causando revuelos de ansiedad en el cuerpo delicadísimo de Laura.

El Espíritu que se ha apoderado de ella es el Espíritu de la No Aceptación, hecho de espinas, por un lado, de viscosidades, por el otro. Lo he visto actuar en tantos seres humanos. Digamos que es muy eficaz. Muy eficaz. Uno de los más eficaces, diría yo. No falla, simplemente. Tan eficaz es este Espíritu que Laura ya está gritando como una excéntrica; gritos crudos, aleaciones venidas de lo más negro del desierto. Laura se está reptilizando. Duros grumos se forman en sus músculos. Lo suave en ella se hace duro. Lo blando en ella se hace rígido. Lo tenue es hierro ya. A los humanos les toma mucho tiempo volver a ablandarse después de estos ataques. A menos, claro, está, que intervenga Cabeza, con su relámpago de aceptación, asentimiento y conformidad. Cabeza los deja como almohadas, a los humanos. Suavecitos. He visto a Cabeza ablandar un planeta entero… en serio, un planeta todo, con sus rocas, sus adustas montañas, sus placas, sus geologías, sus endurecimientos, de repente volverse una especie de gelatina cósmica, ser liberado de sus propios esquemas y dogmatismos. Fascinante, la verdad. Pero en este caso, el de Laura, no ha habido ninguna intervención divina, ni ángel alguno se ha asomado. Casi así lo quiero… y a la vez no. ¡Situación difícil, extremosa! ¡Situación de múltiples riesgos!

Un sonido gutural como un lamento florece de las intimidades del fondo del alma de Laura. Es un sonido fantástico. Cavernoso, impersonal, un sonido que nada tiene que ver con ella, sino que es ya el grito de algo más crucial en la colisión de las dimensiones morales. Brota como un fantasma mojado en sangre. Un fantasma oprobioso, atrofiado, obeso de dolor, ya muy inexacto. Enloquecido, fijo, murmurante. Hay una tradición dolorosa que ahora se expresa a través de Laura, una tradición de infinitos genes, demasiados ayeres, como algo lento, grave, refinado, distante, una ballena muriéndose en las orillas del mar.

Luego este gran y grave sonido se va estirando hacia los lados, se estira en cuchillas agudas, como estalactitas, hermosas elongaciones de cristal que desgarran con su belleza el aire circundante. Es divino y devastador a la vez. Como morirse en una sinfonía de cristales. Como si Laura estuviese dando lo último de su vida para crear esta delicadísima obra de arte. Es algo que sucede a menudo con los humanos. Antes de expirar, antes de morir o transformarse, sacan energías de quién sabe dónde y con ello construyen algo sublime. El espíritu humano es extraordinario. El corazón humano siempre colige un instante que todo lo fecunda. Me encuentro sumergido en la cueva de cristales –azul, vítrea, transparente– de Laura. Pero cuánto frío. La cualidad de la pureza es la ausencia de calor. La sangre se ha enfriado. Y todo rechina: estridencias sonoras insoportables, delfines moribundos, amenazan con quebrar esta frágil arquitectura. En poco tiempo se vendrá abajo. En efecto, ya se están desmoronando las estatuas de hielo. Caen los filos agudos del techo. Las rajaduras se extienden como heridas en el canto de las superficies. Todo tan efímero. Una catedral de espejos se derrumba toda, implosivamente. Lo que sube tiene que caer. Lo que sube tiene que caer dos veces.

Laura se ha quedado sin voz, sin fuerza interna. Aún intenta gritar por un momento más, pero se ha vaciado. Este silencio no es el silencio de los que callan. Ni siquiera el silencio de los que ya no tienen nada que decir. Es el silencio de los mudos radicales, los mudos sin una esperanza, los mudos que se han quebrado sobre su mudez. Hay agonías horribles. Ésta siendo una de ellas.

No soporto verla así. Hay una madre allí, una amante, una hija, una perra desangrándose. La fe del cuerpo de Laura se ha roto en mil pedazos. Y no es la sangre, ni los moretones grotescos, no el rictus de desencanto, de asco, de repulsión a la vida, es algo más intangible, una renuncia general que abruma sus cartílagos, sus alvéolos, su hígado. Todas las partes han perdido el estímulo: eso que antes las mantenía avanzando ciegamente por la evolución celular. Mil pedazos, todos exactos pero ninguno igual. Una pasión de cinco mil años ha dejado de respirar, simplemente… Una línea que había comenzado mucho tiempo atrás de pronto cesa y expira.


Ni lo pienso: simplemente voy, a cargarla del suelo. La levanto como un niño cargaría su juguete: de manera irreflexiva y natural. Ahora bien, haciéndolo he roto cantidad de esquemas, y sé que la estructura del mundo, con este acto mío, ha sufrido una metamorfosis inexpugnable. Sólo quiero ayudar. Está tan golpeada que temo que va a morir; se va a morir, si no la sigo cargando. Qué cáscara frágil y vacía. No hay en ella una gota de luz. ¿Es que ya es hora de su muerte? Sostenida por mí, Laura camina incluso unos pasos. No sabe qué está pasando. Pero camina. Tendré que soplarle algo de aire en su boca negra. Así lo hago. Acerco mi boca a su boca, y soplo allí adentro. De inmediato Laura se pone a toser, como sacudiéndose. Su sangre vuelve a circular por el entramado loco de venas.


El amor me impulsó a levantar a Laura. No me importa un comino lo que Cabeza tenga que decir al respecto. A partir de aquí puede suceder exactamente cualquier cosa, y tengo que estar listo para todo. Y sin embargo nada se mueve; hay una quietud intrigante, una brisa sin consecuencias que se desplaza de un lado al otro del cuarto. Ninguna reacción violenta por parte de Cabeza… Las leyes y los músculos están en su lugar. Laura tiene los ojos entreabiertos. Una saliva sale de su boca y cae al suelo como una gota de pintura.


Entierro mi mano en la cabellera de Laura como en una greda extraña. Tener a esta mujer moribunda entre los brazos resulta ser un acontecimiento glorioso y enigmático, un acontecimiento que vacía los significados de la historia: el pasado se pone de rodillas; el futuro no es más que decadencia. Abrazo a Laura con una fuerza tibia, y le propongo susurros que ella parece aceptar, no con una sonrisa, pero sí con un silencio cómplice, con una neutra aceptación. Las cascadas de agua que caen de mis ojos la mojan por completo, la canonizan. Mi corazón se abre y mi sangre desciende hasta la suya, hasta su corazón, que tiembla. Los pájaros la penetran, fielmente. He comenzado a curar esta criatura. Esta criatura me regaló el don de la libertad, y le ofreceré la vida a cambio.

No queda sino darle el beso en la frente. Este beso será, más que un beso, la puerta que autoriza la intervención de lo sobrenatural en la vida de Laura. En el mundo espiritual, las formalidades son harto importantes. Los símbolos son afrentas o alianzas. Un beso es como la sangre o como el sol: una forma que activa formas. Luego de darle este beso en la frente a Laura, habré firmado un contrato, por así decirlo, habré hecho oficial mi resistencia a Cabeza. Hasta ahora, la puerta ha estado semiabierta. Besar a Laura: abrir la puerta por completo. Estoy tan emocionado… Momento sagrado… Laura está en mis brazos: Jesucristo en la cruz. Mil teólogos se retuercen en sus camas. Es mi deber. Es mi promesa. Es mi genial improvisación. No tengo cuerpo pero es como si, en verdad, tuviera uno.


Me encuentro a punto de darle el beso –¡el beso épico!– a la bella Laura, cuando una mano me sostiene por la muñeca: ¡una mano! ¡otro ángel! ¡el ángel de la guarda de Laura! Sí, ahora lo reconozco. Era entonces él quién me espiaba, allá, en el sueño... Por lo visto, estaban enterados hace mucho tiempo de mis acciones, en el cielo… Me han dejado hacer… Bien, veamos qué pasa ahora. Se trata de un ángel meritorio, viejo. Un ángel largo. Sus ojos son como dos diamantes muy serios, chiquitos y fijos, recabando eternidad. Le cuelga del cincho una espada con mil inscripciones geométricas. Reconozco tal lenguaje. Magia Auténtica. Magia Angelical. Magia Teúrgica. Magia Divina.

El ángel me aprieta con tanta fuerza la muñeca que menudas grietas aparecen en mi mano y brazo: fisuras por dónde la luz se escapa un poco. Debo responder, o de lo contrario perderé el brazo.

Yo no quería llegar a esto. Soy apenas un marinero triste buscando una nueva aventura en el Océano de lo Existente. Quiero decir que en mi vocabulario no existe la palabra guerra… normalmente. Pero es hora de tomar una decisión. Los ángeles no toman decisiones, me dice mi rival, que ha leído mis pensamientos. Pues entonces ya no soy un ángel, respondo. El ambiente se transfigura al decir yo eso. El ambiente está a mi favor. Me favorece. Lo importante es seguir produciendo esta clase de ambiente. Pero luego dudo: a lo mejor este ambiente fue cedido por mi contrincante porque me está estudiando. A lo mejor, me ha permitido ganar este primer ambiente… Lo cuál sería peligroso –muy peligroso– porque entonces quiere decir que estoy delante de un insight: un Ángel de la Guardia Privada de Cabeza. Sí, sí, reconozco su luz. El insight desenfunda su espada con precisión exorbitante.

Nos ponemos en posición de combate. Todos los objetos en la habitación se ponen en posición de combate. No hay guerra que se libre en un rincón del universo que no concierna al universo en su totalidad. Algunos objetos se han puesto de un lado de la línea, y otros de otro. Se miran recíprocamente de forma amenazadora. Yo también he desenfundado mi espada, que se extiende como un devenir. De hecho, ése es su nombre: Devenir. Devenir es la espada más ingeniosa que existe sobre la faz del universo. No seré un insight, pero en todo caso poseo una magnífica pieza de combate. Me la regaló mi Maestro Tutor: el ángel que reclamó mi existencia. Gracias a él, nací. Intercedió ante Cabeza, exigiendo mi positividad ante el vacío. De regalo de nacimiento, me dio a Devenir, que corta edificios, corta montañas, corta océanos. El resplandor de Devenir se introduce en los ojos del insight. El insight lo está asimilando todo, y posiblemente ya tiene mil movidas previstas, mil cadenas de posibilidades, de aquí hasta la Resurrección.

Su espada no será tan especial como la mía, pero debo decir que es una espada muy sensible: se nota que la rige la excelencia. Un instrumento de precisión y cuidado.

Nos miramos fijamente, y en nuestras miradas se agolpan todas las teorías, los azares, y las contemplaciones. Un cierto universo se forma entre sus ojos y los míos. Cuentan las leyendas que el universo no es más que el encuentro de dos miradas, y ahora reconozco de qué hablan estas leyendas. Para crear, Cabeza tuvo que verse al espejo. Y de ese acto narcisista emergió la vida, con su multitud de embriones, de cáscaras, de errores. Nos miramos el insight y yo con más y más curiosidad... Entre dos preguntas un mundo de especulación crece, que se va llenando de posibilidades con hambre de forma. Pero es un mundo fantasma, y en ese mundo espectral habremos de librar nuestras luchas, habremos de perdernos, y sólo uno de nosotros habrá de resurgir, como el agua de un manantial. Esta mirada alarga la bruma que ya de sí existe a nuestro alrededor. Nuestras espadas se buscarán como perros en la noche.

El insight levanta la hoja de su espada.

Le muestro mis colmillos.

Sus ojos permanecen inescrutables, intraducibles.

–Ríndete, ángel –me dice.

Vuelvo a mostrar mis colmillos.

–Cabeza me ha bendecido –agrega el insight.

Mil ojos me ven, diez millones de mil ojos me están viendo todos a la vez.

No tengo miedo. Mis propios ojos brillan como dos rescoldos. No tengo miedo.

–No tengo miedo –respondo, afirmo.

–No sobreestimes tu carácter, novato.

En ese mismo instante, el insight se transforma momentáneamente en una calavera, y luego en un tigre, y después en las moléculas de la sangre de Cristo.

–Un disidente, un cobarde, me das asco –murmura, mientras se transforma en todas estas cosas.

Y aún añade:

–Tú crees que estás perfeccionando tu belleza. Pero sólo la estás derramando. Vamos, acércate, Wilde. Acepta el cobijo de mi ala. Tu derrota es inevitable. Te arrancaré la cabeza de una dentellada. ¿Te has visto el color de las uñas últimamente?

Es una trampa para que vea mis manos, deje de verlo a él. Pero no caeré en ella.

El insight ahora está fumando un cigarrillo, como si nada.

–¿Sigues creyéndote tan único? Ya otros lo han intentado antes.

–Ninguno lo ha intentado como yo lo he intentado –respondo.

El insight fuma y me analiza:

–¿Porqué toda esta molestia?

–Estoy a punto de descubrir algo.

–¿Para qué quieres algo, cuando lo tienes todo?

–Los humanos han sido puestos en la tierra por una razón: para que se conviertan en Cabeza por sus propios medios. Para que trepen por las paredes biológicas hasta desprenderse de la muerte.

–¿Y todo eso qué tiene qué ver contigo?

–¿No lo entiendes? Los seres humanos están allí como ejemplo.

–Te condenas a una prisión de tiempo –alega el insight, fastidiado.


Para darle un efecto a sus palabras, ha abierto los ojos, como un actor de teatro.


El insight me ofrece un cigarrillo.

Lo rechazo:

–Yo, a diferencia de ti, quiero fumar. Quiero fumar en serio. Quiero un cigarro de verdad. Yo quiero morir de cáncer.

En ese momento, el cigarrillo/ilusión desaparece de la mano del insight.

Se recrudece el tono:

–No hay tal cosa como una existencia mixta. ¿Has olvidado la primera tradición de nuestro credo? ¡Asepsia! ¡Asepsia!

Un zigzag de instantes se introduce entre nosotros. Casi flotamos en lo púrpura de su corriente.

El insight se acerca a mí, abruptamente.

–Extiende tu mano.

Comprendo lo que está pasando. Abro la mano, hasta ahora empuñada.

El insight deposita en ella un pequeño cráneo, un cráneo en miniatura.

–¿Sabes que es esto? –pregunta, con cierta formalidad.

–Sí –respondo secamente.

El pequeño cráneo es un mensaje de Cabeza. Significa que Cabeza sabe, y que quiere hacérmelo saber. Apenas lo recibo, mi brazo, y el resto de mi cuerpo angelical, se cubren de verdes moretones, manchas espectrales. Y una sensación espantosa nace en mi interior: Cabeza ha depositado en mí el hambre. Estoy condenado a tener hambre por el resto de la eternidad.

–¿Querías ser hombre tú también? –pregunta el insight–. Allí lo tienes.

Las paredes del cuarto se han cubierto de raras vellosidades, sensualizan, orgasmean.

Los adentros, las cavidades gritan de vacío.

Recibo muy pronto la primera pedrada. El insight ya está recogiendo otra piedra del suelo, y muy pronto la arroja, con precisión desafiante. Me ha escorchado el pellejo de la frente. “Justicia para los que siembran el dos en el uno”, clama el ángel. Gusanos de ira salen de sus ojos rojos, babeantes. Juro que nunca he sentido cosa igual. De la herida  brota una sangre pronunciada, menstrual, un aullido dorado, gozoso, resonante.

Los puntos del aire se apartan.


Una tenaza invisible ha abierto el ambiente, y he quedado yo en el centro, delatado.


Con cierta aristocracia, con gracia y con vanagloria, el insight muestra su espada épica, y su objetivo es claro: cortarme por la mitad. Esquivo como puedo. El insight va dejando trazos en el aire –grafía despiadada, luminotecnia candente. “¡Un traidor! ¡Un cainita!”, va diciendo el insight, con ese rictus aterrador, despachando detallados sablazos. De vez en cuando, me roza intensamente, dejando alguna herida estimable.

Percibo los movimientos de la espada del insight con cierto respeto y relativa preocupación. Ya presiento el filo acariciador, umbroso, nocturno, del arma, como el ala de un murciélago. Acierto a moverme, saltar, retroceder. Es cada vez más difícil evitar la reyerta de provocaciones.

El insight es un maestro en el arte del combate. Incluso logra cortarme un dedo.

La ira me envuelve cien veces, me momifica. Es como un descoserse de mi ser. Completamente desarreglado. Si aún soy ángel, soy ángel en estado terminal. Y no aquella bestia encristalada que surcaba latitudes.

El dedo cortado reposa en el suelo, envuelto en una sangre que es vino.

Enojado, tomo con ambas manos una gran piedra y la levanto por encima de mi cabeza, como si fuera, en una medida, una segunda cabeza, a la cuál he traspasado todas mis intenciones, mis preguntas, mis argumentos, mis infinitos rechazos… La piedra yace por encima de mí, inactiva, monacal, casi flotante, con el nítido propósito de romper el cráneo virgen de otro ángel.

El insight, no sé por qué razón el insight no se mueve, todo lo contrario, está aterrorizado, una expresión de profundo horror se aglutina en su rostro, exagerada, penetrante.

El insight retrocede. ¿Qué ha visto en mis ojos? ¿Qué emblema trágico, qué sino exterminador? El teléfono vuelve a sonar, subvencionando la atmósfera con cierto fatalismo adicional. El insight se tropieza: y cae. Un grito adelgazado surge apenas de su boca. He de confesar que no entiendo por qué razón no se defiende más. Pues bien, me acerco. “¿Últimas palabras?”, pregunto. Pero el lenguaje se le desbarata a este pobre ser, se le desgrana inútilmente.

Al fin lo mato. El asesinato es el único argumento. El asesinato es la única partitura. Dejo caer sobre el insight la enorme piedra, que se establece con un golpe seco y metódico. No hay decepción de mi parte. Es lo que esperaba. Está todo consumado: caigo por un despeñadero, o lo que es igual: me quedo quieto. Mi destino ha sido consensuado. Los símbolos se han alineado. He devorado el placebo rosa de la muerte.


Vuelvo a levantar la piedra. Vuelvo a dejarla caer. Con cierta lucidez, la dejo caer de nuevo. Y otra vez. Y otra. Es una sensación rasante. Es como si los dos, ambos, estuviésemos en una obra de teatro. Esta escena escasa y fantasmal se repite solícita, maligna, poderosa, simple.


Los interventores se están riendo todos, se burlan de todo y de Cabeza: carcajadas primitivas y siniestras me rodean, publicadas en el aire con desenfado.

A este ángel asesinado le dedicaré todos mis besos, de ahora en adelante. Dotaré su muerto de sentido, aunque yo sea aquí el homicida. Pero eso no es más que un incordio menor. Así son los caminos raros de Cabeza.

Cabeza lo sabe todo. 
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