M A U R I C E E C H E V E R R Í A

(6) PELEA EN SALA

Estar así, al borde de la carretera, esperando a que la carretera se detenga por un segundo, pero la carretera jamás se detiene, al contrario: ella sigue, maligna, cruelmente. Estar así, acechando los buitres que lo acechan siempre a uno… El polvo susurrando polvo… Nadie a un millón de kilómetros a la redonda… ¿Qué hacer, Cabeza mía, qué hacer…? ¿A la izquierda, a la derecha? ¿Hay diferencia, a estas alturas? Los puñales del desierto relampaguean, bajo el sol… 

Tengo que volver al apartamento, de alguna manera… Lo mejor será pedir que me lleven. Pasan uno, dos carros; jamás paran. Al contrario, me da la impresión de que aceleran, al verme. Finalmente, un viejo automóvil destartalado se detiene, con un indio tostado por los años dentro.


–¿A dónde se dirige, amigo? –pregunta.


Le explico.  


–No lo puedo llevar tan lejos: demasiado peligroso.


–¿Peligroso, dice?


–Sí, peligroso. ¿Qué, no lo sabe?


–¿Saber qué?


–Se ha declarado la Guerra.


–¿La Guerra?

–Sí, la Batalla de las Batallas. La Batalla Final. ¿Pero en dónde ha estado metido?


–¿Cuándo…? –pregunta mi voz, temblorosa.


El indio me lo relata todo, sin inmutarse.

También me cuenta que es contrabandista. “Me dedico a llevar víveres y ropa… a cualquiera de los dos ejércitos… de algo tengo que vivir…”

Y agrega:


–Mire: lo puedo dejar a unos kilómetros de aquí. Es todo.


El indio me lleva a un pueblo en ruinas.

En donde no hay nadie.

Consigo poner a funcionar una vieja motocicleta abandonada.

Manejo por rutas desiertas. Cuerpos. Cabezas en grandes picas majestuosas.

Hasta llegar a un segundo pueblo. Decido, por si las dudas, dejar la moto, en las afueras, escondida… (Todavía tengo la imagen trabada en la mente: las picas con esas cabezas ya comidas por la luz, por el sol, por las moscas. Algunos sin orejas; otros sin ojos…)


Entro, con gran cautela, al lugar. La muerte reptando, la muerte colindando, la muerte oliendo a muerte. Tengo la boca seca. Nunca encontraré agua, aquí. 


Cruzando una de las calles, un espectáculo: decenas de aves carroñeras. Es como si todas estuviesen discutiendo un asunto de gran importancia. Algunas peleándose entre ellas por un costillar, por un cráneo chupado, rojizo. Abruptamente, todas echan a volar, como respondiendo a una voz invisible. El aleteo es atronador. Se funden con el horizonte obscurecido. Mis pasos resuenan en la calle extraña, y mi sombra es como que tuviera vida propia. Hedor, sangre. Muertos con los dedos cortados, los genitales cosidos a la boca, baleados. Montañas de interfectos en la calle principal, tostados bajo el sol mancillador. Los hay quemados, mutilados, eviscerados: con la panza bien grande y abierta. Muertos que no saben sino podrirse bajo este sol terrible, este sol aniquilante, este sol sin compasión, que los quiere secar, y convertir en polvo. El desierto está compuesto por la arena de los muertos.

Salgo huyendo de allí.

Por fortuna, la moto está exactamente en dónde la dejé.

Una hora después, se queda sin gas. A mi derecha, un bosque se extiende. Sigo a pie, por la floresta. El sol traspasa el follaje parpadeante de los árboles, creando un efecto de sombra/luz sobre las hojas resecas. Al principio, casi divertido. Luego, el tedio de ir sin nadie, el aburrimiento de la mano cerrada del bosque…

El bosque son muchos bosques redundándose, coreándose, multiplicándose.

La verdad, estaba mejor con la moto, por la carretera, viendo lo vacío y perenne del paisaje pasa. Pero ahora: todos estos mosquitos… Juro que he perdido litros de sangre en esta caminata inacabable. Dan ganas de prenderle fuego a tanto palo, que arda ya, siendo el único problema que no tengo ni siquiera un cerillo, ni nada de comer, ni de beber, ni a nadie, en todo el mundo, con quien hablar, salvo, a veces, los pájaros. Pero un pájaro cantando es como el silencio mismo. Pronto comenzaré a hablar conmigo mismo, a no dudarlo. Estaré loco.


Casi agradezco cuando, dos horas después, soy hecho prisionero: un grupo de hieráticos soldados.

Mis captores me llevan a una especie de fortín ubicado en el mismo bosque, no sin antes despojarme de cada una de mis pertenencias. Cuando ingresamos al reducto, múltiples miradas se posan sobre mi, muda, mineralmente. Pido explicaciones; por sola respuesta recibo un íntimo culatazo. Insisto, trato de aclarar mi situación, exijo hablar con un superior, reivindico mis derechos. Un segundo culatazo, más firme, me hace desistir.


Me meten pronto a una bartolina, nimio espacio, parece limpio. ¿Quiénes y cuántos han estado aquí, qué fue de sus vidas? La pregunta es impecable, pero estoy demasiado nervioso o iracundo para contestarla. Me dan de tomar. Luego desaparecen. Aún me siento con suficientes fuerzas para insultar un poco. Pero es como insultar al silencio: no hay nadie a la vista… Desde la minúscula ventana, apenas si logro ver el cielo azul, indiferente, incongruente. Al final, opto por quedarme callado. Renuncio, espero, acepto. Nada de lo que yo haga, diga, oculte, me hará más libre, y esta premisa es como un pájaro tibio y provisional en mis manos inútiles. Poco a poco, anochece.


Horas después, dos ángeles me sacan de mi ergástula. ¿A dónde me llevan? Me llevan, de hecho, a una carpa, que parece ser la carpa más importante de todo el campamento. Antes de entrar, tropiezo torpemente con una piedra, y caigo. Los guardias incluso me ayudan, me preguntan si estoy bien. Les digo: “sí”. Y aún añado: “gracias”. Parecen satisfechos. La luna no está llena, pero es como si lo estuviera, y del bosque provienen ruidos fascinantes. Se puede decir que hay calor, pero a lo mejor soy yo quién está nervioso. Cruzamos el umbral de la carpa. Adentro, es notable el cambio de temperatura. Los soldados se retiran, dejándome solo.


Lo primero que me impresiona es la antigüedad de ciertos objetos: brújulas, espadas, tazas… Las alfombras, la opulencia señorial. Dudo por un segundo, pero me termino sentando. Una brisa repentina entra por la apertura de la carpa; aunque no lo suficiente como para despejar la humedad. Un fonógrafo me llama la atención, y también una colección de muñecas. Otra pregunta tonta, obsesiva: ¿quién jugó con ellas, quién peinó sus cabelleras tiesas? Bastones, pistolas: repertorio ecléctico y formidable.


Entonces ingresa un ángel muy distinguido, gran solemnidad y pompa. Y dice, tectónicamente: “Buenas noches”. Respondo a su saludo levantándome. “No se moleste”, dice él. “Coronel Carrillo, a su servicio”, se presenta. “Wilde”, correspondo. El coronel sirve un licor incierto en dos copitas, y me ofrece una de ellas. Acepto. De quererlo, podría ahorcarlo en este momento. Nadie ni siquiera se daría cuenta. Pero nada en mi ser me indica que daba hacer tal cosa. Al contrario, estoy muy intrigado. El coronel usa grandes gestos significativos y ceremoniales. “¿A qué se debe –pregunta– la honra de su visita?”


No sé por qué, pero le cuento toda mi historia. Él escucha, con gran respeto. Hablar así de tendido hace que me sienta mejor. Al cabo de un momento, el Coronel me presta su pañuelo. “Estas cosas pasan todo el tiempo”, comenta. Tiene algo de padre generoso y comprensivo.

El Coronel se encarga personalmente de que me devuelven mis cosas; luego me invita cordialmente:


–Quédese usted en este lugar el tiempo que quiera. Nadie lo va a molestar. Siéntase libre de pedirme cualquier cosa que necesite. Si está en mis manos, se lo daré en la mayor brevedad posible.


A la noche siguiente, vuelvo a su carpa. Hablamos otro tanto. Y luego regreso otra vez, a la noche siguiente. Y así poco a poco me va explicando todo respecto a la guerra, las fuerzas, las estrategias, las derrotas, los muertos. Su conocimiento en tales materias es absorbente. Contrasta toda esa trabazón desbordante de conocimientos con una calma majestuosa, una voz pausada, y una dicción acabadísima. Todas las noches me sirve una o dos copitas de licor, nunca más de tres. De vez en cuando, me muestra uno de sus objetos, recolectado acaso en otra guerra, hace miles de años.


Pasados los meses, me despido finalmente del Coronel. Me regala, para mi sorpresa, su pañuelo. Y me indica cómo llegar al frente. Una noche antes, yo le había hecho partícipe de mis planes de ir a pelear, y morir heroicamente. Me prometió al instante tres soldados y un vehículo. En efecto, allí están: los tres impasibles, el automóvil lustroso… Emprendemos el viaje.


No llegamos muy lejos: un retén enemigo. Sin más, nos hacen sus prisioneros. Nuevamente, soy despojado de mis pertenencias. ¿Terminará aquí mi aventura? ¿Será ésta la manera en que moriré... heroicamente? Los interventores no nos hacen ningún daño… Nos llevan a una especie de edificación; nuestra celda se ubica en alguna parte subterránea de la misma.


El encierro me regala una alegría, por lo menos: la de conocer mejor a mis soldados. Son todos ellos, los tres, bravos hombres, jóvenes, pero serios. Condensan ya juntos un aura de resignación, una dignidad. Yo por mi parte tengo miedo, y no sé que va a pasar con mis alas… Conforme van pasando las horas y los días, se apodera de mí una especie de vago arrepentimiento, un pánico de líquidos y sudores, un sentir de tripas. Trato de ocultarlo, como puedo, pero supongo que ellos, hasta cierto punto, se dan cuenta, saben. Nada dicen… Extraño las veladas tibias con el Coronel, tomando el licorcito aquél. Hay fragmentos, imágenes en mi cabeza. La humedad ya ha llegado a mis pulmones… 


Empiezo a toser… Más que la muerte, temo la enfermedad…


He aquí lo que acontece a los tres soldados:


A Cam le cortan brazos y piernas. Un día se lo llevan dos leviatanes extensos y sebosos; cuando lo regresan, seis, siete horas más tarde, ya no es el mismo: sin brazos, sin piernas, vendado ridículamente. En realidad, está muerto, así que las vendas son una ironía nomás. 


Zacarías, el otro soldado, se echa a llorar. Al parecer, se conocían bastante; desde la infancia, me dice, en llanto.


A Zacarías lo sacan dos días después, y lo violan entre veinte. Lo devuelven vivo, pero ausente, vacío. Ya no hay nada qué hacer. Por más que trato de hablarle, hacerle sentir algo, es inútil… Está perdido, entre nubes de sangre…

El tercer soldado es un ángel hermoso, de mirada pura, y de limpia palabra. Se llama Vitriol. Vitriol no parece tener miedo, a pesar de lo que le han hecho a sus compañeros. Sobrenaturalmente tranquilo. Se queda viendo el mismo ínfimo pedazo de pared gris, como si nada. “Vitriol, ¿estás bien?”, le pregunto yo. Me sonríe nomás, mirando el mismo punto en la pared.

Un día, no obstante, se acerca a mí. Descubro entonces por qué en él había tanta tranquilidad. “Mire”, me dice. Acto seguido, se mete la mano en el pecho: una esfera. “¿Por qué no me habías dicho nada?”, le reclamo. “No estaba lista aún”, dice. “De todos modos…”, añado. “No quería dar falsas expectativas”, argumenta. “Son muy difíciles de hacer”, agrega. “¿Y si me agarran antes de terminarla? No hay que jugar con la esperanza”, dice con gran seriedad. “Y ellos, ¿estaban jugando ellos?”, pregunto, bastante indignado, señalando a Cam. Vitriol no responde.


Nunca antes había conocido a un productor de esferas. Son muy raros de hecho. No son más de cinco, en toda la Corte Celestial.


–¿Ya está lista?– pregunto, nervioso.


–Está madura.


–Bien, ¿qué esperamos entonces?


Vitriol se pone de rodillas, está orando. Por un momento, es como si las paredes crujiesen, como si hubiera más luz en la habitación.


La esfera crece. Crece un poco al principio y luego crece mucho y luego crece verdaderamente y aún después de eso crece y crece más todavía. Hasta alcanzar el espacio total del calabozo. Es una esfera de tono azuloide, bastante perfecta por demás. Se nota que Vitriol ha hecho un trabajo impecable. Con sólo tocar la membrana uno se da cuenta de la consistencia, del profundo amor, la calidad. La examino cuidadosamente, y no encuentro ninguna fisura por ningún lado. Debo decir que estoy maravillado, es más: conmovido. Vitriol la observa, él también, con cierto orgullo paternal. Luego de un momento incluso se dedica a abrazarla. Escena un poquito ridícula, siendo la esfera tan grande. Pero eso no impide que yo también me ponga a abrazarla. Después de todo, nos sacará de este lugar –después de todo, nos devolverá la libertad. Mis alas brillan un poco bajo el resplandor tenue de la esfera, se estremecen nerviosamente. 


Nos aseguramos de meter a Cam (lo que queda de Cam) y a Zacarías allí dentro. A Cam, para poder darle un entierro digno, llegado al momento. A Zacarías, con la esperanza de poder salvarlo de esa especie de muerte en vida en la cuál se halla sumido. “¿No deberíamos esperar a que sea de noche?”, le pregunto a Vitriol. “Al contrario”, me explica, “entre más sea de día, mejor”. “Sólo espero que no haya nigromantes cerca”, puntualiza. “Caerse desde tan arriba no es nada bonito”. Dicho eso, mi pongo a rezar junto a Vitriol, pidiendo protección. Es la primera vez que rezo desde hace mucho tiempo. 


Tanto tiempo que mis palabras nacen como secas.


Finalmente la esfera se eleva, destruyendo el techo, cuyos escombros caen con gran ruido. 


Traspasamos el techo, y luego traspasamos otro techo, y luego traspasamos otro techo. Y otro. Y salimos. La luz del cielo nos hace cerrar momentáneamente los ojos.


La edificación de los interventores se cae toda, se desmorona, pared a pared, se viene a pedazos, en una gran explosión tenebrosa. Los demonios no pueden creer lo que están viendo. Pero, ¿de dónde ha salido eso?, preguntan.


Los interventores nos lanzan flechas, inútilmente por lo demás, puesto que éstas rebotan y se quiebran en la superficie de la esfera. Estamos muy lejos pero intuimos la rabia en sus ojos y en sus gestos.

Estoy cansado, tan cansado que podría dormir. La esfera avanza por los cielos con un ronroneo agradable. Y empieza a ganar velocidad. Abajo, los lagos, los bosques, las carreteras, un movimiento intangible.  Estamos a salvo. Duermo. Cuando despierto, pregunta Vitriol: “¿A dónde, ahora?”. “¿Cómo a dónde? Al frente”, le digo.

Aterrizamos peligrosamente en una de las trincheras. Nos hacen toda clase de preguntas. Luego, nos entregan un uniforme, un fusil.

Cam recibe una ceremonia de honores sumarios, y a Zacarías se le envía a un hospital mental, en dónde estará, si no bien, por lo menos en un ambiente de calma. En cuanto a Vitriol y a mí, ya lo dije, se nos hace entrega de un uniforme, un fusil. Aprendo a recibir órdenes expeditivas, a veces absurdas, y también insultos por parte de mis superiores. Aprendo a comer en medio del lodo comida que parece en sí misma lodo. Aprendo a no prender un cerillo en el lugar equivocado. Esa clase de cosas.


No hay heroísmo en las trincheras. Es todo gris. A dónde uno mire hay gris. Los labios de los soldados son grises. Grises sus ojos. Gris el sol y gris el día. Grises los agujeros negros de los muertos.


La mitad de los soldados están ya locos. Dicen las cosas más ridículas sin darse cuenta. Tratan a toda costa de rescatar de su memoria la visión de un paraíso que se ausenta más y más. Digamos que no es fácil mantener la cordura cuando estás obligado a quedarte quieto en el mismo lugar durante horas y días, esperando una y otra vez ese instante cuando el obus te caerá encima como de un sueño...

¿Y qué decir, francamente, del frío? El frío en forma de frío. Hay que vernos, así temblando, usando nuestros pensamientos, nuestras emociones, nuestro ser completito en atender este frío formidable… Y la lluvia, sobre los cascos inútiles… Una lluvia sucia, una lluvia de mil fangos… No la bella lluvia de campiña, no… Ésta es la lluvia que es nieve negra. Nunca pensé que llegaría a ver cómo se le cae a un ángel el ala por pedazos, de la pura gangrena. No hay nada qué hacer, salvo esperar a qué este frío se lo lleve otro frío…


Por supuesto, el frío entra en competencia con un gran personaje, me refiero a la enfermedad. Y con un tercer personaje, llamado hambre. Todos tenemos hambre. Una cosa es tener miedo. Pero no hay miedo que pueda competir con esa sensación como de tener ojos bien abiertos en todas las tripas.

Cuando comemos, comemos pura disentería… Navegamos en heces líquidas… Puede decirse que los soldados en el frente están sobre todo enfermos del ano. Es el ano lo que hay que purificarles. Puede decirse también que el ano de un soldado es su alma. De su esfínter crece todo su ser.


Y los obuses. Todo el tiempo: cristales de muerte vibrando en ondas de explosión. Los que no mueren, pierden la audición, un brazo.

A veces te dan ganas de romperle los dientes al vecino, porque éstos no dejan de castañetear… Pero como no puedes, en realidad, hacer semejante cosa, incurres en cualquier variante de coacción psicológica. Por ejemplo: cada cierto tiempo le muestras una navaja, así quedito, sólo para que entienda que te gustaría perforarlo, en la noche talvez.


Las ratas ya ni se molestan en tomarnos en cuenta. Ratas gordas a reventar, talvez gordas de hartar soldados no enterrados. Allí van –ojillos fosforescentes. Allí van –pelos gordos…


Del cabrón lodo ni hablaré.


Pienso en Carlo y Laura. Son mis dos alas, y me duelen. He llegado al punto culminante de mi locura, al lugar más intenso de mí mismo. Todo deseo de orden ha quedado brutalmente despellejado…

Un día, me encuentro durmiendo. Un estruendo monstruoso me arranca del sueño: nos bombardean, nuevamente.

La metralla se eleva, litúrgicamente. Suenan las alarmas, chillantes cuchillos. Es un escándalo insoportable. Nuestros tímpanos irradian insectos de sangre…

El contraataque se deja sentir de parte nuestra. Cuatros de los aparatos enemigos son derribados; los restantes se dan a la fuga.

Gritos de júbilo, brazos al aire, abrazos entre hombres que normalmente no se reservarían siquiera una palabra deferente. Algunos saltan incluso. Antes moribundos, ahora bailan al sonido de una música invisible. Bailo yo mismo, hago el ridículo: mañana, de todas maneras, nadie se acordará de nada.

Posteriormente, el enemigo recurre a una estrategia artera: suelta al Anticristo. Sí, el mismo que nació de mi espalda, en los confines funestos del infierno. El Anticristo es como una especie de Caballo de Troya. Su belleza confunde a los ángeles, que lo toman por algo bueno y puro. Pero ya que se ha ganado el corazón de éstos, los asesina sin compasión. Cabezas sublimes ruedan hasta el fondo de los abismos…

Es el reinado de la muerte. Lluvia de manos cortadas. Pájaros a medio acabar. Territorios de la fatiga. Espaldas venosas. Muerte y silencio. La mayor crisis que ha sufrido el pecho divino desde que se autoconcedió vida. Mantras torcidos; abortos. En búsqueda de luz, los ángeles se arrastran, con la ayuda de una sola pierna. Desaparecidas las estrellas, los mares, los relojes, un gran tedio se abate sobre los cedros oscuros.


Contemplo yo toda esta penumbra y este crepúsculo y esta agonía, cuando un oficial llega a buscarme. Trae una misiva. La leo sin esperanza, sin curiosidad, sin estima alguna por la novedad que representa un oficial allí enfrente, con una nota escrita. Es una nota de Cabeza. Me manda a llamar. Le pregunto al oficial si lleva con él cigarros. Me dice que sí. Me ofrece uno. Lo guardo. Lo fumaré después. Sigo al hombre. Me da un poco de vergüenza levantarme y caminar; siento como si estuviera abandonando a los otros, como si no tuviera el derecho a hacerlo. Los otros me miran en silencio, semimuertos, en silencio. Por un momento, todo calla. El sonido de mis botas en el lodo es contundente, irritante. Cabeza me ha mandado a llamar… Tengo un par de cosas qué decirle…


Se me ofrece agua caliente, comida caliente, y ropa seca. Lo acepto todo con lágrimas en los ojos. Luego fumo ese cigarro, ese cigarro tan inútil; el humo me ablanda, me hace humo por dentro. Me miro de pronto las uñas, me reconozco. ¿He dicho ya que me han ofrecido agua caliente, comida caliente, ropa seca? ¿He mencionado que me he sentido tonto, y he llorado?


Luego me llevan a Su despacho. Pero no hay nadie allí, y me toca esperar. Hay una librera gigantesca: todos esos libros me aboban. No puedo evitar pensar en los demás, afuera, mientras yo aquí, tibio, tocando los lomos duros de esos volúmenes imponentes. Me veo en el espejo, asumo que esa sombra, esa mitad de ángel que allí aparece, ese jubilado triste, soy yo.

Finalmente, Cabeza hace su aparición. Lo pateo, lo golpeo, lo escupo, lo araño. Él se deja, más o menos. Al final, caigo rendido. Me mira con cierta compasión. Me acaricia con su mano larga el cabello. Miro el suelo, sin decir nada. “Te extrañé, querido”, me dice.

Afuera se escucha el ruido tremendo de las explosiones, muy a lo lejos.


Entonces, Cabeza me confía una misión: introducirme al Castillo de los Fratricidas; una vez allí, destruir al Anticristo, cuando éste duerma.

Cabeza me facilita todos los planos. Pone inmediatamente a mi disposición a cinco geómetras de su Guardia Íntima, los mejores. Me explica, por fin, que en la biblioteca del Castillo de los Fratricidas hay un libro determinado (no es lícito mencionar aquí su nombre) que es un portal, un portal puesto allí desde el principio de los tiempos; será mi vía de escape, una vez terminada la misión.

Por supuesto, la única manera en que podremos ingresar al infierno será practicando el arte de la transubstanciación. Lo primero que hacemos es fundirnos con los cadáveres de los enemigos caídos en la batalla. Lo cuál no es fácil: la vibración de un muerto es muy densa. Al poco, no obstante, somos ya uno con los cadáveres, y entramos de esa cuenta en un estado de profunda remisión: descomposición, disgregación, colapso de todos los elementos.

La idea fundamental es que nuestros enemigos nos recojan en tanto que cadáveres, y nos lleven así al infierno (los interventores son muy estrictos respecto a sus entierros). En este caso, la única manera de hacerse pasar por un muerto es convertirse completa y efectivamente en uno, porque los interventores detectan la vida inmediatamente.

El convoy con los cadáveres se desplaza por los escarpados caminos; su ritmo es como un largo monólogo sin fin. La vegetación se va haciendo cada vez más escasa y seca; la tierra más árida y desértica. El sol castiga y acelera el proceso de putrefacción de los cadáveres. En lo alto, vuelan las aves carroñeras. Las puedo ver con mi ojo espiritual, que calla en el fondo.

Nos apilan a la salida de los templos oscuros; el incienso flota, tremendo. Los sacerdotes infernales cumplen con su labor de oficiar los ritos funerarios; sus plegarias descienden. Entonces nos fundimos con estas oraciones tan extrañas, y nuevamente, el proceso de transubstanciación funciona. Pesadamente caemos, hasta el fondo.

¿He dicho ya que las plegarias de los interventores no son como las plegarias de un ángel: luz, fugacidad? Al contrario: las plegarias negras se caracterizan por su intenso peso desgarrador. Cada plegaria de éstas es como un millón de cadenas puestas juntas. Es insoportable. La experiencia más tenebrosa de mi vida. Pero aguantamos todos. Y así vamos bajando hasta el Castillo, el centro de operaciones desde dónde Bilisiblis va orquestando sus planes y estrategias.

Hemos llegado al Castillo de los Fratricidas en dónde –si todo sale como establecido– habremos de asesinar al Anticristo. Lúgubre a más no poder… Del foso provienen tantos olores... Algo bulle allí dentro, gorgoteo continúo, fabuloso… Nos acercamos por la parte este, en dónde se encuentra la ventana que nos permite entrar, luego de una escalada tenaz.

Avanzamos por los secretos corredores que se dilatan en la oscuridad. El tiempo es como una guillotina que ha perdido ya la paciencia. Así que seguimos, así que avanzamos. Hemos llegado… El Anticristo.

Tan dotado de hermosura… Dan como ganas de acariciarle la frente… De abrazarlo y susurrarle cosas… Uno de los geómetras, dándose cuenta de que estoy perdiendo claridad, me pega una bofetada –he cedido al encanto del Niño. Con un callado gesto de contrición, le doy las gracias… Pido mejor que me venden los ojos. Tendré que matarlo sin verlo, desde la conciencia pura de mi ser. ¿Por qué me cuesta tanto? Porque esta criatura ha nacido de mi propia espalda, es la suma de todos mis errores y onerosos conflictos. Esta criatura es la sombra fundacional de mis dudas. Confiere a todas mis acciones la dimensión pura que necesitan para comulgar con el absurdo. Ya estoy transpirando… “¿Quieres que yo lo haga?”, pregunta uno de los ángeles. “No, no”, respondo, “está escrito que yo tengo que hacerlo”.

Llevo conmigo el largo puñal blanco. Ya está clavándose en el cuerpo . Me quitan la venda. Está muerto. De rodillas, sollozo cobardemente. Y a lo mejor le estoy agarrando la mano, y la mano fría me está agarrando a mí.

En tal momento grave, una alarma se activa. ¡Es preciso salir huyendo! La alarma, lejos de detenerse, parece ir aumentando de volumen. Apenas alcanzo e echarle una última mirada al Anticristo. No hay nada qué hacer… Está muerto…

Huimos acaloradamente por los pasillos jadeantes. Nos dirigimos intuitivamente a la biblioteca. Parece como si las figuras de los cuadros, en el corredor, nos miraran pasar, enojadas, reprendiéndonos por interrumpir el silencio y la oscuridad en la cuál se hallaban sumidas hace tan sólo un momento. ¿Llegaremos a tiempo?

Nos encontramos en un punto con un grupo de soldados enemigos. Entre ellos, Bilisiblis. Nos miramos los dos ferozmente. Las espadas están fuera. Ellos son mucho más que nosotros… Me encomiendo secretamente a Cabeza. Busco a Cabeza con la palabra Cabeza. En medio de la duda, digo con todo el ser de la duda: Cabeza.

Y en tal instante, inesperadamente, y para la sorpresa de todos los presentes de uno y otro bando, Bilisiblis ordena que nos dejen ir. Los interventores chillan, no comprenden. Tampoco nosotros comprendemos. Antes de huir, miro a Bilisiblis con ternura, gratitud, con dolor. Corro junto a los otros ángeles hasta la biblioteca. En efecto, allí está el libro: el portal. Con abrirlo, una rajadura crepuscular se expresa, una herida cósmica, y nosotros somos la sangre que penetra inversamente en esa herida, y salimos del otro lado, en la cabeza de Cabeza, lejos del infierno, en dónde mi amado Bilisiblis nos ha dejado en libertad.  
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