M A U R I C E E C H E V E R R Í A

(1) PELEA EN SALA DE BAÑO

La honorable sala de baño. No cualquiera posee una sala de baño así de bella. Observen ese retrete, brillando como la cabeza del vecino calvo. ¿No es un retrete artístico? Y el espejo. Qué espejo. Da gusto verse en él.

Carlo gustosamente se mudaría a la honorable sala de baño: es por mucho su lugar favorito. Cuando a veces grita, grita en el baño; cuando a veces llora, llora en el baño; cuando se siente solo, como una pared, lo hace recostado contra la pared de la sala de baño.


La tina, la gran favorecida de Carlo. En esta tina sueña, elabora, delira. Algo muy raro, una tina. Está cerrada… pero está abierta. Constituye el encuentro de la tierra y el aire, la unión entre matriz fecundante y libertad creadora. En las tinas del mundo los hombres hacen el amor, o se suicidan parsimoniosamente. En las tinas del mundo los hombres descansan o toman rigurosas decisiones. En las tinas todo y en las tinas nada.

Carlo está desnudo. Nalgas no perfectas: humanas. Ah: esas nalgas, las deseo. Las de Laura también. Cierta vez, los observé hacer el amor; los quiero a los dos; no soporto cuando pelean.


Quiero especificar que intento hacer las cosas bien, intento no meterme en los problemas conyugales entre Carlo y Laura. Carlo se mete a la tina a cualquier hora, a veces a altas, dudosas horas de la noche; y en la mañana; y en la tarde. ¿Me meteré un día con él? Estoy harto de ser un espectador, nada más: ¿y a mí, cuando es que me va a tocar?


En un recipiente metálico y cilíndrico, las sales para el agua. Carlo echa los cristales blancos en la tina con gestos secos y expertos. Cuando las sales hacen contacto con el agua hirviendo, es como si pescados invisibles saltaran al aire. Plantas crecen del techo. Rosas salen de los grifos. Todo vivo de súbito, amaneciendo, en esta extraña sala de baño.


Pero a Carlo no le resulta suficiente. Coloca un incienso, de color negro oscuro. Con el encendedor hace que la punta arda; muy poco después unas volutas ascienden con ímpetu, confundiéndose con la fragancia de las sales. Ya se ha formado una capa densa de humo, un provocador velo ha cubierto la realidad, desafiándola. En este humo, he visto los pezones de Carlo, y se me confunden a veces con los pezones de Laura. A punto de bajarme los pantalones; no lo soporto más; aspiro, yo también, con profanidad, el humo inquietante.


Como si tanto no fuera suficiente, Carlo decide encender una, dos, tres de esas candelas olorosas, velas aromáticas que adornan ciertas casas. Carlo las ha colocado estratégicamente, y ahora, ellas también, desprenden sus elixires, emanaciones. La niebla se hace más densa todavía; Carlo apaga las luces de la sala de baño, creando un ambiente truculento de consecuencias devastadoras en mi imaginación ereccionada. Todo está listo. 


El calor es ya una extravagancia, es ya el calor del infierno, el calor de la pasión en estado grosero, animal. Oscuro calor que me envuelve como un sortilegio. Quiero y deseo ser penetrado por Carlo. Me imagino a Carlo sujetándome con dignidad varonil las caderas. Yo metería su glande ardiente en mi boca. Sería un guión de placer y gritos suplicantes. Y la Bestia de las Altas Temperaturas riendo, mostrando sus dientes fervorosos; en mi piel marcada su mano maldita.


El vapor construye mundos, cosmogonías, edificios, batallas, supercarreteras, poblados, honduras geológicas, volcanes, tsunamis, desiertos, arenas, serpientes sin fin, larvas, selvas, manadas de vociferantes venados rabiosos, dinosaurios, dioses, nubes, etc. De aquí brota existencia y extensión. Zumban dieciocho mil mosquitos húmedos. Carlo no abrirá la puerta. No dejará que este vapor demiúrgico se escape, se fugue a las inmensidades frías del mundo. El vapor es un laberinto en dónde el niño juega y se extravía. ¿A dónde lo lleva, a qué recámaras, a qué poderes, a qué facultades, a qué planos de la guerra ideológica de las esencias? No sé, pero el vapor parece lubricarlo todo; su magia tenue, poética, erosiona las cárceles de calcio. Carlo es ya él mismo este vapor; una transubstanciación se ha puesto en marcha; hasta su ano es etéreo; lo estoy tocando, casi… lo siento tibio, resbalando en mis dedos…


Carlo mete los pies en el agua, de inmediato los retira: demasiado caliente. Espera un poco, los ingresa de nuevo: demasiado caliente, otra vez.

(Cómo sufren los pies humanos. Cómo van sobre lo roto y lo dividido. Pies cosquilludos, débiles. Lavarle los pies a Carlo... ¡Yo lavaría tus pies, Carlo!)

Finalmente, logra insertarlos. Metidos los pies, Carlo decide meterse todo él. Lo hace progresivamente, con cierto comedimiento senil; el agua afiebrada va devorándolo entonces: primero los glúteos, luego las piernas, y después, el torso, los hombros, finalmente la cabeza toda. Mojado, es otra persona. La inmersión es uno los ritos más antiguos, más secretos. La vieja y residual piel de Carlo cae, se desprende. Una mirada serena colma su mirada. Es ya un hombre nuevo. Ha salido de sí mismo como de la medianoche: pájaro de vértigo, en exquisito equilibrio.


En la tina, el silencio; en la calle, allá, ruidos amalgamándose todos con la tozudez de lo mezclado, formando aglomeraciones indecentes: chirridos, claxonazos, voces, silbidos, sirenas ululantes, aglomerándose, formando edificios de sonido, construcciones, monumentos, avenidas y banquetas y ciudades que son mil ciudades sobre la ciudad. Pero en la tina todo eso queda tan lejano. Carlo está como protegido en la tina. De lo que grita y penetra. De lo invasivo y lo abrasivo. De lo preciso y cortante.


Carlo retiene la respiración, y se queda largas temporadas debajo del agua.

A Cristo lo metieron en las aguas también. A ese fenómeno extraordinario le llamaron bautizo. Carlo asiste a su propio bautizo, entonces; se desmorona en las profundidades de la tina, y allí, abajo, absorto, comprende verdades inquietantes, verdades que debió haber comprendido hace tiempo, verdades sobre, por ejemplo, su esposa, Laura. Entre su conciencia y el agua rodeándolo ya no hay diferencia alguna.


A veces Carlo saca su nariz del agua, para respirar. Así es: respira. Continuidad tibia: no se sabe bien en dónde terminan las inhalaciones, en dónde empiezan las exhalaciones.


Carlo ha hecho lo que muchos hombres al meterse a una tina de agua caliente: regresar a la bolsa amniótica. Se ladea; asume una posición embrionaria; se siente perfectamente seguro, lejos de los ruidos, lejos de Laura. Es un hombre velludo pero es un bebé. No volver a estar seco jamás: lo único que Carlo pide. Una compensación por los desequilibrios, las sucesivas incongruencias suscitadas a lo largo de su vida, especialmente de su vida de casado.

La tina infunde en Carlo nuevas energías para reinventarse, el vapor ha levantado su espíritu, que ahora brilla de potencialidad. Algo aéreo, algo angelical, algo inspirado, se traduce en las diferentes capas de su ser orgánico, repartiendo blancas, impolutas vibraciones: ha llegado la hora de afeitarse.

Los pequeños pelitos de la barba incipiente quedan flotando, minúsculos. Una sensación de despojamiento; una renuncia a toda identidad.


¿Cuántas veces ha repetido Carlo esta ceremonia? ¿Cuántas veces ha meado en su vida? ¿Eyaculado? ¿Cuántas veces se ha sentado en una silla?


Hasta la fecha, sigue usando rasuradoras de plástico. Alguna vez pensó en recurrir a artefactos más complicados de afeitado, pero a la larga decidió permanecer fiel a sus inicios, a sus orígenes: la rasuradora ingrávida, casi de juguete, de doble hoja, prácticamente vulgar, que su mujer, aunque no lo dice, detesta tanto. ¿Por qué habría de cambiarla? Por momentos, Carlo introduce la rasuradora en las aguas hirvientes, para limpiarla, y luego continúa rebanando la superficie jabonosa de su cara. Piensa que le gustaría morir rasurado; que le gustaría rasurarse antes de morir. Siente un placer oscuro cuando se afeita en el área más próxima al cuello. Anunciación de un gesto ulterior, más sangriento. Compromiso no verbalizado con una posibilidad latente.


¿He dicho ya que me metería el glande de Carlo a la boca? El glande, la bolsa testicular, su próstata, su sistema urinario, todo. ¿No sería el más dulce castigo: lamer durante una eternidad la verga dura de Carlo? A mí me parece que sí. Podríamos coserlo al aparato sexual de Laura y formar un ave rara. Ave que yo pondría en una jaula, para mi contemplación extasiada.

Carlo se enjabona el prepucio. Se enjabona los testículos, los pule, los esmerila, los abrillanta.

Y yo, ¿soy hombre o soy mujer? Ninguno de los dos. Soy ángel.

Escalas musicales de humedades rocían dócilmente el miembro dorado de Carlo, que poco a poco se endurece: la erección es bella, ecuánime y profunda, mostrando un consorcio de venas guerreras. Carlo se acaricia, se observa: no hay nada como ese antiguo asombro de una criatura ante su propia magnificencia, ni gratificación más enigmática, ni asombro más hipnótico, ni placer que le equivalga.


Cuando está así de rígido, el miembro, es más fácil limpiarlo; lustrarlo con dedicación, con ceremonia, con respeto. Alto, inmortal, se deja adorar por las multitudes, las hetairas, las concubinas, y los efebos. Todos acuden sin excepción a darle besos tiernos. El rey observa su reinado, con soberbia poderosa: el suyo es un imperio que une amaneceres. Ha librado angustiosas batallas, y sin embargo su poder está intacto. Ha visto a la mujer Elegante, a la mujer Profesional, a la mujer Independiente caer de rodillas ante su Extraña Fuerza. Los lobos retroceden espantados ante semejante apasionamiento. Es savia viva lo que allí dentro se multiplica, se amontona, se apila; veneno de las razas; licor de batallas acumuladas seminalmente a través de las innumerables mutaciones de la humanidad; aceite metafísico entre los símbolos.


Después de eyacular, Carlo se lava; el sexo, la cara, los brazos. Quiere rascarse la mugre de tantas jornadas pletóricas de inutilidad, repletas de tedio blanco, frente al televisor, frente a la gente.

El jabón se entrega al ejercicio de limpiar a Carlo, buscando en cada poro un esfínter, una apertura al orden de las cosas, una puerta al asombro y la renovación. ¡Lo que yo haría con ese jabón que está limpiando a Carlo! ¡Le construiría un altar! ¡Lo acariciaría todas las noches, como a un gato! ¡Le pondría música clásica, antes de dormir! ¡Lo alimentaría con las viandas más finas! ¡Yo le pondría un cuarto propio! ¡Yo le daría un apartamento! ¡Lo guardaría en una caja fuerte, para que nadie jamás lo robe! Un jabón como ése debe valer billones, trillones. ¡El tesoro entero de Salomón!

El rostro de Carlo posee una ligerísima cicatriz encima del ojo izquierdo. La nariz, ligeramente torcida, es así perfecta. Por encima de ésta, están los ojos verdes. ¿O es que son azules? No sé, no sé… En su boca, advierto unos labios dominantes. Es dolor no besar esos labios –como si atizaran mi corazón con un hierro ardiente. Y están los lóbulos. Yo podría… esos lóbulos… chuparlos… como tetillas o pezones. Qué rostro hermoso el de Carlo, qué rostro de ángel abatido. ¿Cuántas mujeres lo habrán admirado ya? ¿Y hombres? ¿Y yo, es que soy hombre o mujer? ¿Qué clase de infecta duda es ésta, cuando es claro que soy un ángel? Seguramente Laura sí sabe cuál es el color de los ojos de Carlo, y los sabría reconocer a través de las esponjosas tinieblas. Y los sabría odiar a través de la oscuridad, esos ojos. Yo no los odiaría jamás. ¡Nunca! Preferiría antes que me sacasen los propios, a verlos con odio. El privilegio de saber quién es Carlo, de observarlo mientras se baña en la tina… Carlo es más ángel que yo, sin él saberlo. Pero yo soy un ángel que lo quiere, que lo ama y amará siempre, hasta que Cabeza me encuentre y me destripe con su mano misericordiosa. Mis alas se estremecen sólo de pensarlo. Mis alas se ponen rojas como la sangre sólo de pensarlo. ¡Oh, mis alas!

El cuerpo de Carlo me hechiza todo. Es un cuerpo dotado de orden, luz y hermosura. Lamentablemente, el Monstruo Marino del Matrimonio ya ha puesto sus ojos en él. Oh sí, he visto comer al Monstruo: come muy lento, muy lento. Hay comidas que le duran ochenta años, lo juro. Una criatura paciente, que no hace otra cosa sino masticar, chupar, y deglutir. Se ha tragado a infinidad de seres humanos. Su barriga es gigantesca como el mismo océano. Ven y hazme tuyo, Carlo, antes de que sea tarde. Ven y hazme tuyo, antes de que te pierdas en las tripas de la Bestia Conyugal. Quiero sentir el sabor de tu hígado, y restregarme tu pulmón por todo el cuerpo. No me interesa otra cosa sino contemplar tu columna vertebral. Prometo ponerlo todo en su lugar, cuando termine. Prometo colocar cada hueso dónde corresponde. Carlo: ¿no me escuchas? ¿Es que no puedes oírme?

Pero Carlo está ocupado: le está quitando el tapón a la tina, y la tina ya se está vaciando. A veces a Cabeza le da por vaciar planetas enteros; destruirlos, cuando se ha cansado de ellos. Del planeta brota un tremendo grito agonizante. Te aseguro, Carlo, que nunca has oído un grito tan desgarrador. Ni todas las músicas más tristes del mundo puestas juntas se asemejan al delirio de un planeta en trance de morir, como un elefante cósmico. Por cosas como ésta es que he huido de la mirada de Cabeza. Cuando me encuentre, me mandará a matar, mandará a sicarios plateados a encajarme tres o cuatros plomos en la cabeza, y un tiro de gracia. Así son las cosas. Nada qué hacer. Mi única solución será ir al Infierno –entrar en calidad de refugiado político– pero no me interesa el Infierno; ni el Infierno, ni el Mal. Me interesas tú, Carlo, y tu esposa, Laura. Son ambos tan perfectos. Por lo tanto, espío. Podríamos acostarnos los tres en un mismo lecho, y morir cosidos, talvez. Podríamos…

¿Hacia dónde va el agua de la tina, por cuáles conductos, hacia qué hirvientes reinados? Hay una realidad que los seres humanos procuran ocultar todo el tiempo: la realidad mística de los sumideros: pelitos, babas, flemas, excrementos. Todo eso se desliza a velocidades roncas. El retrete es la representación perfecta de la negación. Sirve para ocultar lo más posible el hecho de que las criaturas edénicas, ellas también, defecan. Me gustaría poder defecar. Me gusta cuando Carlo defeca: parece un niño. He recogido sus residuos y los he acercado a mi nariz ciega. ¿Qué es esto, me pregunto? ¿Cómo puedo hacerlo mío? Evacuar es el auténtico acto sagrado de estos seres, el acto que en verdad les pertenece. Y sin embargo, expelen pensando en otras cosas. Se les ha dado la oportunidad de asumir cada día su mortalidad, y sólo tratan de esconderla. Se distraen. Leen. Su mente divaga hacia sublimes comarcas inútiles. Cuando lo que importa, lo único importante es lo que sale por su ano, lo que se despide, lo que se transforma, y se va por aterciopeladas alcantarillas.

El agua de la tina se escapa por el agujero, formando un remolino que, como se sabe, es una forma predilecta de Cabeza. En un remolino, todo aquello disperso e individual se une y se compacta. El remolino es la muerte del ego, precisamente. Cabeza bosteza: crea un remolino. El remolino es la muerte del pensamiento. Colisión de tiempo y espacio. ¿Que hay en el centro del remolino? Un ojo. ¡Cabeza me castigará por revelar tantas verdades! Sólo hay que perforar ese ojo con un cuchillo para que todo vuelva a la misma ceguera multiplicada de siempre, a la misma propagación. Tan simple como eso. El coito no es otra cosa que el remolino de la carne.

Cuando el agua termina de fugarse, se produce un gorgoteo conclusivo, y la tina queda vacía. Extraño silencio se ha instalado en la sala de baño, sepulcral. Carlo se ha sentado en el borde de la artesa. Completamente mojado. Y no puede moverse. Como paralizado. Algo sordo en su ser le impide levantar un dedo siquiera. Se fue el agua por la cloaca; le hubiese gustado irse con ella. Carlo quiere rasurarse los vellos del espíritu. Los espíritus son velludos: bolas de pelos: bolas de largos pelos enmarañados. No hay nada más desagradable a la vista que un espíritu. Los espíritus son rodantes bolas de pelos, sí, ruedan hasta combustionar. Capilaridades ardientes. A Carlo se le ha bajado la presión, de pronto. Siempre es igual, cuando toma una tina. Por eso tiene que quedarse quieto un segundo, antes de poder levantarse y seguir con el otro paso: la ducha (después de la tina, viene la ducha). Finalmente, Carlo tensa músculos: mono erguido. Da vueltas a la llave del agua.

La regadera supone una diferencia capital de atmósfera. No es posible entrar a una sala de baño en dónde hay una regadera puesta, y no percatarse de ello. Las regaderas suelen ser realidades materiales muy vanidosas, exigen atención, por dónde caminen. Hay hombres y mujeres que se ponen de rodillas debajo de la regadera: sólo allí pueden sentir un… Llamado. No los culpo. La belleza material los ha rodeado por un instante. Incluso el fracaso, ya lo decíamos, tiene algo de sublime debajo de la ducha. Antes Carlo y Laura solían hacer el amor debajo de la ducha. Eran divertidos encuentros a horas originales de la madrugada: caricias, nalgas y amalgamiento. ¿Por qué eso ha muerto? ¿Ha sido culpa de la regadera, de su privada inmodestia? ¿Es que la regadera no ha soportado que la atención no estuviese puesta en ella? Es tan posible. Ciertas cosas aún no entiendo.

El agua cae en mil coordenadas distintas del cuerpo de Carlo, sinápticamente. Carlo se abandona. Está feliz. Desde la infancia le gustó ingresar a la zona abrillantada de la ducha, liturgia surtida, cascada nupcial. Por eso es que Carlo toma tanto tiempo en ducharse, cada mañana. Laura reclama. En efecto, Carlo a veces permanece hasta cuarenta y cinco minutos debajo del agua temperante, como un loco o un retrasado mental. Si pudiese, viviría debajo de la regadera, comería en la regadera, usaría la computadora debajo de la regadera. Carlo delega todos sus temores, preocupaciones, contradicciones, a esta celebración húmeda: una princesa perdida en los cañaverales del vapor.

Carlo se aplica el shampoo con aplicación, casi precavidamente. Sus dedos buscan el cuero cabelludo –como si estuviesen haciendo una especie de examen morfológico. El shampoo penetra en las confusiones del cabello con la sola misión en la mente, con el sólo propósito de realizar una limpieza étnica. Matando ancianos, degollando niñas, violando madres. Enredándose con las prostitutas locales. La espuma blanca se desliza como un animal que huye y fluye por el desaguadero. Es una de las pocas cosas que Carlo hace bien: lavarse el pelo. Tan bien lo ha hecho que decide hacerlo una segunda vez. Hay pasiones como lavarse el pelo. Lo volvería a hacer una tercera vez, pero le parece excesivo. Decide mejor lavarse con jabón, concienzudamente, el resto del cuerpo.

El agua de la regadera hirviendo cae. Carlo posee una curiosa atracción por las temperaturas elevadas. La piel de Carlo se ha puesto roja por lo caliente: humana y erótica. Estimo que Carlo se quedará otros veinticinco años así, en estado de pasmo, en esta disposición inconexa, lejos de todas las batallas.

Pero no. De pronto, en un acto casi irracional, Carlo cambia el agua hirviendo por agua fría, completamente fría.

El agua fría le provoca una sensación de plenitud, de vida. No es muy original, peor: es un lugar común, pero Carlo se ha tomado en serio este hábito, y ya los años han pasado y lo sigue haciendo. Es una forma de sentirse menos solo, fisiológicamente hablando. Yo también, en el paraíso, me hundía en las aguas ateridas de las Regiones Calladas.

Así pues, el agua caliente ha pasado a ser agua fría. Este gesto súbito distingue a Carlo. En efecto, Carlo no es lo que se dice un hombre estable. Todo lo contrario, es un hombre temperamental, fogoso y tornadizo. Su mirada capciosa le permite retener detalles de los demás que le provocan serios arrebatos incontrolables, transfigurando bruscamente su estado, su humor. A Carlo no le interesa la sutil presentación del movimiento, sino el advenimiento puro, la gracia. Es un enamorado de la gracia, de lo que se presenta en estado brillante y portentoso. Por eso Laura sufre. Tanto cambio sin sentido. De pronto, Carlo pasa de la más animosa sonrisa a un silencio sepulcral, a un glauco silencio mudo. Es como si Carlo fuese dos personas. Y Laura nada entiende. Está fragmentada por los fragmentos de Carlo. Ella misma se ha convertido en una persona como él: espontánea y cruel, luego amable y tierna: ambigua. Fragmentos y fragmentos y fragmentos y pedazos. Un Cristo desmembrado en milímetros incomprensibles. Una cadencia atonal, imposible, una locura. La demencia conyugal de estos dos sólo podrá ser salvada por mi propia contemplación, concluyo. Este matrimonio es un remolino de venas cortadas.

Me encuentro en la tina con Carlo, mientras Carlo recibe el agua fría, decisivamente. Aquí quedémonos, Carlo, por favor. Esta tu lluvia será mi hoguera. Tiemblo, balbuceo, desfallezco: mis piernas, mis alas. Estoy mareado de apetito. ¿Cómo son posibles estas carnalidades, de golpe? ¿Estas águilas volando locas? Tus genitales se encogen como insectos, Carlo. Cierras los ojos, Carlo. ¿Laura, en dónde estás? Tengo miedo. Toda mi Obra es Ceniza. ¿Qué hacer? ¿Arrebatar qué, a quién, y cómo?

Carlo cierra la llave de agua fría, y decide secarse el pelo rubio con vehemencia, con estricta fogosidad. Y luego la espalda, brazos, el resto. Una sensación enervante de calor, de circulación en la sangre, lo recorre, proveyéndole placer. Está, de momento, vivo. Mi nombre por cierto es Wilde. Soy un ángel en fuga. Pronto otros ángeles más grandes vendrán a buscarme, me pedirán que devuelva las alas. Y entonces me dejarán solo ante la risa impávida del Maligno, que me convertirá en capullo, como a todos esos hombres desdichados.

¿Qué oigo?: Laura ha ingresado su llave en la cerradura, y desde ahora el apartamento que ambos comparten (siempre un apartamento, un lugar cerrado, implosivo, eterno, infernal) se convertirá en un extraño campo de batalla; y por batalla entendamos una auténtica batalla: una batalla de certezas–purezas en oposición, de presencias morales. Esta pelea con Laura –acaso la última– habrá de ser primero que nada mental. Allí, en los recónditos planos, los arrugados, los cerebrales, los plegados sitios de la conciencia, es dónde aparecen: impulsos germinales: coordenadas sutiles: pequeños soplos y pequeños hedores. Carlo escucha el cliquetis de Laura entrando al apartamento: y algo en él se oscurece. Ya lo digo: a partir de aquí la realidad se hará manifiesta como lo que en verdad es: movimiento de claroscuros: cine y guerra. Tal ensombrecerse de Carlo es la reacción aprendida a miles de situaciones abortivas. ¿Cuánto ha de durar esta guerra que se avecina? Cinco, seis horas: y más talvez. Una pelea larga, histérica, depresiva. Esto es horrible. Es horrible. Heridas inclausurables, pájaros volando a su dolor siempre. Sangre y sangre y sangre en el santuario. Las fuerzas se definen. Me limito a observar: en la desidia me escondo, de la mirada de Cabeza.

Laura toca la puerta del baño. Es de imaginar cada contacto del puño de Laura con la madera como una absolución y una condena, un gran momento definitorio. Carlo presiente la tormenta: esas cosas se presienten, sí, se saben, no se ignoran. Lo cierto es que Carlo genera una especie de fracaso dentro de él. Se sienta, en el retrete, desconsolado. Todo ha sido inútil: la tina, la ducha, la regadera revitalizadora. Todo ha sido acumular altura para caer más fuerte. Ahora, sólo queda aguardar lo inevitable. Sin poder, Carlo aguarda. Y eso: se repite mentalmente lo mucho que ha perdido en esta vida, lo mucho que desearía simplemente desaparecer. Laura toca otra vez la puerta. Él está allí adentro, sin saber qué hacer, emparedado, tapiado, sellado por manos enigmáticas y masonas. Este silencio es como de siglos, es como un secreto guardado por demasiados siglos en una catedral oscura. Un irse yendo hacia los acantilados de la memoria.

Carlo sentado sobre el retrete, pero de repente no: está de pie, de repente: está irritado. Indignadísimo. ¿Para esto se casó? ¿Para zozobrar cada vez que ella toca la puerta? Realmente, ¿es esto normal? Está enojado de escucharla. Crispa los puños. Aprieta los dientes. Se hunde en una cólera lúcida, interminable. Esto es demasiado. Esto es mucho. Esto es más de lo que un hombre puede aguantar. Laura sigue tocando. Toca y toca. ¿Por qué toca tanto? ¿Qué le pasa a esta mujer? ¿Es que quiere que la ahogue en la tina?, se pregunta Carlo. ¿Es que desea que vuelva a llenar la tina, para ahogarla? ¿Qué es lo que está buscando en mí? Carlo ha sentido esta furia otras veces.

Carlo intenta calmarse. No quiere que suceda lo mismo de la vez pasada, eso no… Mejor calmarse. Pero, ¿puede hacerlo? No lo sabe aún: está caminando en un hilo muy estrecho, fino, delgadísimo, entre dos abismos. Hay que aplacarse. Como sea. Carlos se echa agua en la cara. Se vuelve a echar agua en la cara. Rostros de viejos amigos odiados aparecen en su memoria en llamas. El rostro de su padre. Las iras tienden a la aglomeración; son solidarias; se apoyan unas a otras, grupalmente. Es como un dominó, los barriles explotando uno tras otro. Laura continúa tocando la puerta. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que empezó: una, tres horas? ¿Una década? ¿Un siglo, talvez? Talvez el infierno es esto: su mujer, tocando la puerta, sin jamás detenerse. La sala de baño se ha quedado sin aire; necesita abrir la puerta pronto, o la sala de baño se morirá de la pura falta de oxígeno, y él adentro. ¿Qué hacer, Cabeza mío, qué hacer? Si tan sólo pudiese hacerla desaparecer con una plegaria, con un balbuceo, un grito. Pero no puede. Pantanos y mentiras, mentiras y pantanos. Desintegración de la disponibilidad emocional.


–Ya voy. Me estoy bañando. Estoy en la tina. Acabo de meterme. Todavía no voy a salir. Te quiero. ¿Cómo te fue? Dame unos segundos. ¿No es posible un poco de paz en esta casa? ¿Por que sigues tocando la puerta? Estás loca. Perdóname. Si sigues tocando te mato a patadas. Piensa, mujer, por una vez. ¿Es verdad que me quieres? Ese deseo tuyo de llamar la atención es completamente irracional. No, no puedes entrar. ¿Que necesitas usar el baño? Pues yo también. ¿Que ésta es tu casa? Nadie está diciendo lo contrario. ¿Con que vas a tumbar la puerta? Vas a ver lo que es bueno. Malagradecida. Puta. Perdón. Perdón. Perdón. Después de que yo salga de la tina, nos tomaremos un café. ¿Qué? ¿Que qué? ¿Que qué que qué? ¿Que qué que qué que qué? Ni hablar. Está fuera de la cuestión. ¿Estás loca? Estás loca. No aguanto más. Estoy en la tina. Te voy a sacar los ojos. Todo es tu culpa. Ojalá que tu madre sufra una enfermedad degenerativa. Ojalá a que a tu hermano lo atropelle un bus. Espero que tu hermana se vuelva drogadicta. Un poco de paz es lo único que pido. Un poco de privacidad. ¿Es sinceramente mucho que pedir? Ya no aguanto la cabeza.  


Cada golpe es una punzada exasperante en la sien. Pero Laura sigue tocando. Toca y el retumbo se amplifica en el corazón de Carlo como el sonido de un hacha cortando vulgares cabezas. Cada golpe, un criminal recordatorio de su miserable vida y condición y existencia... ¡Pero esa mujer está pateando la puerta! Perturbada. Neurótica. Enferma. Alguien tiene que cortarle las manos. Neurasténica. Psicópata. ¿No sería lo mejor encerrarla en un hospital psiquiátrico? Un amigo le decía a Carlo la otra vez sobre cómo había internado a su hijo… La verdad es que Carlo empieza a tener miedo, un poquito de miedo. Es mejor no abrir. ¿Y si tiene un cuchillo, y si amenaza con tomarse un bote entero de pastillas? No, no, no, no, no. Carlo se ha vuelto a sentar en el retrete, consumido por el terror. ¿Con qué defenderse? Laura está somatando la puerta... (Y yo miro a Carlo, pero nada puedo hacer por él, porque me estoy escondiendo de la mirada de Cabeza.) Carlo se agarra locamente el pelo –como un científico que ha perdido su más preciado experimento, que ha olvidado su más brillante fórmula o conclusión. Se muerde las uñas. Se golpea la cara con el puño cerrado. Esto es espantoso. Esto es espantoso. Revoltijo de vendas sanguinolentas…

¿Por qué si sabe que estoy en la tina, se obstina en tocar de este modo? ¿Es que no sabe que un hombre en una tina es algo que hay que respetar? ¿No le enseñaron esto en su casa? Pero en su casa no le enseñaron nada. Ni siquiera es algo que se aprende: ¡se deduce! Es pura lógica, es sentido común. No hace falta ser mago para saberlo. Ni siquiera inteligente. Jamás volveré a tomarme una tina. No tiene caso. Todo está echado a perder. He fracasado. La vida es una mierda. Mejor cortarme las venas. ¿Para qué seguir? Yo sabía que no me tenía que casar con ella. Seguramente fue a dónde los brujos. Magia negra. Me ha maniatado. No hay otra salida. Hay que matarla. Eso, matarla. ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer? Es mejor que me vista. ¿Por qué sigue tocando? Jamás abriré esa puerta.


Carlo abre la puerta. Allí está Laura, en efecto, con una sonrisa beata o cínica, pero más cínica que beata, más perfecta que noble, más terrible que suya. Tal visión, tal escenario preciso –esa sonrisa– le causa a Carlo mayor irritación: exasperación, prácticamente. ¿Acaso le está tomando el pelo? Laura es hermosa, pero eso Carlo ya no puede verlo. Yo sé que Laura es hermosa –la contemplo y zozobro. Laura es más agraciada que todos los ángeles juntos. ¿Por qué abrí la puerta?, no se perdona Carlo. Laura está allí, fotografiada. Quieta. Como una adicción. Carlo siente un gran deseo de abofetearla, bruscamente. De ponerle una bolsa alrededor de la cabeza y asfixiarla. Todo este enojo, ¿qué hacer con él? Sale por todos lados: por los poros, por los anos. Baba azuloide. Abofetearla, escupir en su cara. Cien veces. Patearla hasta que quede inconsciente. Construir una torre alrededor de su cuerpo sin vida, más alta que la torre más alta. Quemar todas sus fotografías. Todas las pruebas de su existencia. Sumirla en un olvido pantanoso, chapoteante. Allí dónde las calaveras han renunciado a la palabra.


–Hoy me fue muy mal en la oficina, comienza diciendo Laura. Todos son idiotas en esa oficina. Todos unos mediocres en esa oficina. Nadie sabe hacer su trabajo en esa oficina. Los detesto a todos en esa oficina. Yo en cambio soy brillante, perfecta, resuelta, hermosa, eficaz, en esa oficina. En esa oficina, más valdría despedirlos a todos, salvo a mí. Estoy por encima de la mediocridad de esa oficina. Todos merecen el fuego eterno, en esa oficina. No sé por qué continúo trabajando en esa oficina. Esa oficina me está matando. Tócame la espalda. Tócame. ¿Tocas los nudos en mi espalda? Preferiría que me arrancaran las uñas a seguir trabajando en esa oficina. Mis colegas son idiotas. Mis lapiceros son idiotas. Mi computadora es idiota. Los muros de la oficina son idiotas. Todo es idiota, en esa oficina. Estoy enferma. Estoy descompuesta. He vomitado toda la mañana. ¿Quién puede trabajar allí? ¿Quién puede continuar en esa morada infecta? Si supieras lo que es trabajar en esa oficina. ¡No es igual a tomarse una tina…! ¿Por qué no me abrías la puerta? Escucha mis problemas de la oficina. Para eso eres mi esposo: para escuchar los problemas de la oficina. Oficina, oficina, oficina, oficina. He tomado quince tazas de café en la oficina. Me odian todos en esa oficina. Me detestan. Quieren poner mi cabeza en una pica, en esa oficina.


Carlo, fastidiado por lo que Laura le está contando sobre su día en la oficina se da la vuelta con vehemencia, con aplomo y un irrebatible sentido de autosuficiencia. Se da la vuelta, se lava los dientes, viéndose al espejo. Carlo posee una dentadura no blanca, no regular, no perfecta. ¿Cuántas veces se ha lavado los dientes Carlo en su vida? Muchas, todas, quién lo sabe. Laura está detrás de Carlo, mientras éste la ignora sin disimulo, y no hay en la sala de baño sino el sonido irritante de Carlo lavándose los dientes, y para un oído más atento, la respiración veloz de Laura, más frenética, más colérica. Así son las cosas. Así está dispuesto el juego. Esta ambición de Carlo de no ponerle atención a su mujer lo llevará a sucios callejones emocionales, con largos charcos infectos, y ratas vagabundas y temerarias. Esta sucia ambición de Carlo de ignorar lo más querido hará que su vida se convierta en pocos minutos en un completo averno.

Es poco lo que falta. Observo atento. Sin mover ninguna de mis dos alas. Blanco y quieto. Una tormenta se avecina: una tormenta implacable, consignando viento y relámpagos.


Casi es inútil decir que este lavarse los dientes de Carlo es recibido por Laura como un desafío: ¡un escupitajo! Laura está detrás de Carlo, como loca, aprieta los puños como encerrando en ellos un secreto abominable. Un médium traspasado por espíritus sombríos y violentos. Caballo ardiente; demente lobo; feroz oso; tenso tiburón; zoología completa de animales iracundos; mutación incesante hacia los confines de la animalidad; Laura muestra colmillos blancos y exactos. Carlo sigue lavándose los dientes. Ella está a punto de devorarlo, está a punto de desgarrarlo a dentelladas, y él se lava los dientes. Laura ladra. Carlo palidece. Continúa lavándose los dientes, pretencioso, pero se ha puesto blanco ya, como una sábana, como la luz en la vela de un candelabro maldito. Hasta que, dolorosamente, voltea. En efecto, allí ella: una piraña, un conjunto de pirañas, mostrando quijadas protervas. Rebajado a la mera condición de víctima, Carlo se limita a aceptar la situación; está solo, frente a lo bestial. Es lo único irrefutable que la existencia le ofrece.

–¿Por qué no me pones atención? ¿Por qué te quedas callado? ¿Por qué te hundes en esa sustancia egoísta como petróleo? ¿Por qué no puedes esforzarte aunque sea un poquito? ¿Por qué no puedes interesarte en mí como yo me intereso en ti? ¿Por qué te das la vuelta? ¿Por qué eres tan miserable? ¿Por qué te crees tan superior? ¿Por qué me juzgas todo el tiempo? ¿Por qué piensas que soy una tonta? ¿Por qué te casaste conmigo? ¿Por qué me llevaste al altar? ¿Por qué no regresas a tu verdadera esposa, la soledad? ¿Por qué no vas a hacer el amor con tu tina? ¿Por que no aceptas que estás muerto por dentro? ¿Por qué no vas a buscar a la calle a otra que te aguante todas tus depresiones? ¿Por qué no me tratas con más cariño? ¿Por qué mejor no me das un beso? ¿Por que no me haces el amor? ¿Por qué no me abrazas? ¿Por qué no te das cuenta que tengo necesidades? ¿Por qué no te das cuenta que soy un ser humano? ¿Por qué no puedes ver mi dolor? ¿Por qué estás tan ciego? ¿Por qué estás tan sordo? ¿Por qué estás tan mudo? ¿Por qué no vamos a alquilar unas películas? ¿Por qué te odio tanto? ¿Por qué no puedes amar? ¿Por qué eres un egoísta? ¿Por qué eres un egoísta? ¿Por qué eres un egoísta? ¿Por qué eres tan egoísta?


Laura se va al cuarto, llorando. Se va al cuarto, levantando polvo, como un caballo. Digamos que todo se ha puesto en marcha. El engranaje apocalíptico. Se pudo haber detenido con un poco de buena voluntad, pero ahora el proceso ha comenzado. El odio, sí, un gran reloj, sobre una catedral en ruinas, contando minutos de saña. ¿Qué sucederá en adelante? Más valdría comprar un serrucho y serrucharse una pierna, una mano. Más valdría sacarse los ojos con una percha. Más valdría quemarse los genitales con un hierro candente. Cortarse la lengua con las tijeras. Arrancarse las uñas una a una. Por que lo que está a punto de empezar ahora es lo indecible.

Es el abismo. 


Carlo está allí, diabólicamente vacío. Otra vez, sentado en el retrete. Agarrándose una mano con la otra. Desesperado. Su cabeza se inclina hacia adelante, como la cabeza de un padre ante un hijo muerto. Una lágrima gris se despeña milimétricamente en su mejilla. Carlo ofrece un aspecto cadavérico. Sus cuencas son dos sombras extrañas. Ha tocado un fondo, un abajo lento y arenoso, infestado de criaturas viscosas. Debió haber dicho algo, pero no lo hizo, y el baño se ha inundado de pequeños interventores maliciosos. Los veo reírse con frenesí: reptantes, ágiles, juguetones. Ellos me ven a mí, riendo: objetivando su travesura: el Mal. Cantan pequeñas canciones indefinibles. La batalla, en efecto, ha empezado. El alma de Carlo sangra: sangre oscura, espesa, brutalmente lenta. ¡Intoxicación espiritual inminente! ¡Te amo, Carlo! ¡Di algo, Carlo! ¡Sal de allí, Carlo! ¡Te van a comer vivo, Carlo!


Laura vuelve, está desencajada. Respira como un Minotauro Herido. A estas alturas, uno de los interventores pudo ya haberse introducido en ella. Talvez está sujeto a sus tripas como un mono, ya mismo. O se ha escondido en su hígado. En efecto, allí está nomás: lo veo, escondido en el hígado de la pobre mujer. Está lamiendo los tejidos con su lengua negra, rugosa, hedionda. Cada vez que hace esto, Laura impreca, maldice, grita, destruye, argumenta, ríe, condena. El pequeño demonio posee un par de alas negras, grasientas. La suya es una risa exactamente exasperante. Los demás celebran con gran sorna la aventura de su colega, acompañándolo en el escándalo. No puedo ni siquiera decir una oración, sin delatar mi paradero. Estoy contra la pared: los interventores lo saben. ¡El interventor que se encuentra en el hígado de Laura tiene el rostro de un cerdo! Si oro, si hago cualquier cosa, Cabeza sabrá en dónde estoy, me castigará, y me llevará de aquí. No se qué hacer. Una sarna oscura los cubre. ¡Y apestan tanto! ¡Huelen tan mal! ¡Sudan asquerosamente! ¡El Mal siempre transpirándose!


Laura está de vuelta en el baño:


–¿Pensaste que te iba a dejar en paz? ¿Pensaste que me iba a ir así nomás? Pues no. Voy a seguir aquí hasta que te salga sangre por los oídos. Hasta que vomites. Hasta que la fiebre se apodere de ti. Te voy a destruir, ¿me oyes? Te voy a decir todas tus verdades. Hasta que tus ojos rueden por el suelo sucio. Ingrato. Malagradecido. Bueno para nada: hoy sí que me vas a escuchar. Miserable. ¿Crees que te voy a dejar en paz? Estás loco si piensas que te voy a dejar solo. Porque yo vine para quedarme. No te voy a dejar dormir. Te voy a reducir a tu mínima expresión. 

Rostro deforme de Laura, estirado por muecas horribles.


Laura ha levantado su mano: un gesto amenazador. Carlo no se mueve. Carlo está quieto. Carlo es como un animalito. En el vientre de Carlo, el miedo ha abierto una ventana. Uno de los interventores se acerca peligrosamente.

Carlo siente un miedo terrible a morir en este momento, teme por su vida, por sus ojos. Carlo piensa que algo terrible está sucediendo con sus ojos. Que sus ojos se están cayendo de sus cuencas.


En cambio, los ojos de Laura están abiertos como los de un hipnotizador. El interventor  está subiendo por la pierna de Carlo. ¡Maldito oportunista! El oxígeno ha disminuido un poco en la sala, imperceptiblemente. La luz ha bajado de tono, imperceptiblemente. Todo se ha hecho más denso, imperceptiblemente. La escenografía se ha vuelto oscura, oscura, imperceptiblemente. 

El terror sube por la columna vertebral de Carlo hasta el cuello, y del cuello a la cabeza, en dónde la sangre se congestiona malamente, formando graves coágulos espesos, sólo para descender desde allí en picada, en clavado, hasta el vientre, desagradable sensación, hasta los genitales, que se le achican: el miembro se le achica; los testículos se le achican. Y aún después el miedo incluso sigue a sus piernas temblorosas. Carlo dice que le tiemblan de la ira. Pero en realidad le tiemblan de terror. Lo que más miedo le causa a Carlo es la mirada roja, infrarroja, ultraextraña que Laura proyecta hacia él. Una mirada abismal, sin límites, infinita y glacial. En esa mirada, se erige el silencio. Laura mira a Carlo, no dice nada vocalmente, pero su mirada expulsa una muda delación, que es como un imán atrayéndole. Esa mirada tan dura, cultivada durante largos años establecidos. Laura está a punto de decir algo, algo trascendental, algo infinitamente discrepante, una expresión de toda su venganza, termina por abrir la boca, Carlo espera el veredicto:


–Necesito usar el baño.


Carlo se levanta, penosamente. Arrastra los pies, como el Crucificado. Se cae. Un hombre lo ayuda a levantarse, los romanos lo azotan. A Carlo no le queda más energía. Lo separan de la puerta mil kilómetros. No sabe imaginar cómo es que va a llegar hasta la puerta de la sala de baño. Arrastra los pies. Se vuelve a caer. La cruz es cada vez más pesada. El pueblo impreca. Todo es sangre y cansancio. Laura lo observa, fría, no se inmuta. Este cansancio es como todo el cansancio del planeta Tierra acumulado. Es como el cansancio de todos los prisioneros de todos los campos de concentración. Es la acumulación compacta de seculares atrocidades vividas y revividas a lo largo de los siglos. Sin decoro, sin majestuosidad, limado hasta su expresión más ridícula, Carlo sale del baño, y se ha tenido que tragar todo el orgullo, ha tenido que concluir que su cerebro está seco, seco, terriblemente seco, seco a más no poder, seco y sin ideas, sin vehemencias, sin valentías, sin valores, sin corajes, seco y sin sangre y sin remedio. 


Carlo ha salido. Laura se ha quedado. Ahora es ella quién está inmóvil.


Laura se ha quedado inmóvil, en efecto. Inmóvil como estatua, un cisne de piedra. Inmóvil como un busto en un parque olvidado. Sintiéndose como una niña indefensa, como una niña que ha menstruado por primera y admite con horror que su cuerpo cambia. Se marea. ¿Por qué le cuesta tanto dar? Se pregunta Laura, acerca de Carlo. ¿Por qué no puede ni siquiera regalarme una sonrisa? ¿Por qué se esconde de mí? ¿Por qué se hace el dormido? ¿Por qué se obtura? Es como un conducto tapado, obstruido.  No sabe cómo querer a una persona. Está loco, concluye Laura. Es como un juguete que no funciona. Y mi vida es como un reloj enterrado en la arena. No tiene caso seguir. Sigo por inercia: como el pelo, como las uñas de un muerto.

Laura se sienta, ahora ella, en el excusado. Siente un hormigueo vago en los brazos, como si se fuera a desmayar. Parte de la cara se le ha dormido. ¿Embolia?, se pregunta, presa del más amargo pánico. Una lágrima gris. Ella también, cuando llora, llora lágrimas grises. ¿Qué pasará de ahora en adelante? No sabe. Se está yendo… se va… como a un pozo… como succionada por aires, por oscuridades… atraída por las Inmensidades Inferiores... Su circuito químicocerebral se ha desordenado notablemente. Había entrado muy tranquila a la casa. ¿En qué momento empezó todo? Laura detesta estar así, en esta sala de baño. El interventor le tuerce pensamientos: los lleva hacia la zona bulbosa de la autoconmiseración: es un experto. Los otros lo observan en silencio, con admiración. El interventor ha hecho esto muchas veces, no cabe duda. La está llevando hacia una tristeza psicópata, incluso; a una tristeza explosiva, la más engañosa y peligrosa de las tristezas. Nada tengo, dice ella. A nadie tengo, también dice. Estoy sola, para siempre. El interventor prosigue su trabajo con esmero y perfecto cuidado: su concentración es precisa y perfecta. ¡Pobre Laura! Y sin embargo, ¡es tan bella cuando llora!


Por supuesto, no es que Laura necesitase realmente del baño: sólo deseaba sacar a Carlo de allí. Sólo quería moverlo. Porque no se movía. Siempre quieto, reconcentrado, implosivo, reteniendo para sí todas las amplitudes, las culpas, los acontecimientos, y en ese gran acopio insoportable, en ese tremendo recogimiento, ese ojo, viéndola, rojizo, ebrio de juicio, de condena, de silencio.

Laura se siente lastimada por las cosas que ella misma ha colocado en la sala de baño: el color rojo, la cortina chillante, los cuadros, mineralizados ya en la pared. Las batas colgando como fantasmas inservibles.


Finalmente, Laura sale. No sin antes lavarse la cara con cierto frenesí: pues no desea que Carlo se de cuenta que ha estado llorando; eso jamás. Sale con determinación, con un cierto aplomo despectivo y con cierta invectiva demoledora en la mirada. Regenerada por la misma ira que la está comiendo.

Corre hacia la puerta de la sala de baño –atleta, soldado, perro, tanque, cometa destructor. En la cintura lleva cuchillos, pistolas, balas, granadas, armamento. El rostro cubierto por un antifaz. Arranca la puerta de un solo gesto. La puerta sale volando por los aires. Estrellándose con violencia en la pared en dónde las máscaras cuelgan. La sigo con la vista, muy interesado. La siguen con la vista los interventores, muy interesados.

Los interventores constituyen una comitiva cómica, caricaturesca: risas, chistes, pedos. No la van a dejar en paz. Eso es seguro. Un corazón negro late dentro de una caja negra. Consignando latidos como brumas: sordos, opacos, desesperados.

Él está afuera; Carlo afuera. Laura lo absorbe con la mirada, lo mide, lo regurgita, y lo abomina. Pero él sigue haciéndose el desentendido, el que nada entiende. Los interventores aprovechan para trepar las piernas de ella, y se meten –cuatro, cinco, diez, talvez– en una rajadura que Laura tiene en el costado. Esto está poniéndose muy, muy pesado. Es evidente que Carlo también tiene a varios ya dentro de él. No veo a ningún ángel cerca. A lo mejor es porque al ocultarme yo de la Mirada de Cabeza, no puedo ver tampoco las cosas Suyas. Ahora conozco el gran Desconsuelo, la gran Inseguridad que sienten los seres humanos.

Carlo entra nuevamente a la sala de baño, y ella sigue directo al cuarto; pero ya está: se han amarrado con un hilo de aborrecimiento, de sangriento orgullo. De los muros salen nuevos interventores, de las cosas, de las lámparas, de los libros, de las ventanas, de los espejos, de las televisiones, de la alfombra, del techo, de una de las puertas de madera. Es un espectáculo aterrador. Se me revuelve todo adentro. Ellos me miran y se matan de la risa.


Laura repentinamente regresa; es decir, caminando iba al cuarto, cuando uno de los interventores le toca alegremente uno de sus fibras más agudas, y Laura decide confrontar a Carlo: y empieza la pelea más formalmente, digamos. Laura se transforma en tigre. Carlo ya ha entrado al baño. Cuando Carlo está a punto de cerrar la puerta del baño, Laura se lo impide. Él entiende. Este inesperado regreso de Laura –o apenas esperado, o no esperado del todo, o en todo caso no deseado– le causa un nuevo terror a Carlo; la interroga con los ojos, pero vanamente, trivialmente, ingenuamente, pues ya sabe cuáles son las intenciones de ella; destazarlo, destrozarlo, convertirlo en picadillo ardiente. Por supuesto (hay que consignarlo) Carlo no es un ningún santo, no es un becerrito. Carlo, Carlo, él también grita, y fuerte. Una combinación extraña, éstos dos. Laura ha configurado en su interior un círculo perfecto, remarcado una y mil veces con el mismo trazo demente. Carlo por su lado está apartándose de la realidad, de cualquier sentimiento, encerrándose en una cripta húmeda, en dónde ya las emociones, mineralizadas, no existen. Ambos han escogido sus eternas estrategias. El teléfono suena en la distancia, pero demasiado lejos, allá, en el mundo exterior; dónde hay carros, edificios, y una caterva de cosas tranquilizadoras: asesinatos, osos de peluche, exposiciones de arte. El teléfono deja de sonar, se pierde como un tren. La guerra espiritual ha empezado.


Dice Laura:


–No te interesa lo que me pasa. No te interesa lo que me sucede. No te interesa lo que me transcurre. Eres el hijo de puta más egoísta que camina sobre la faz de la tierra. Y te vas a morir solo. Te vas a morir sin nadie al lado. Te vas a morir arrepentido. Arrepentido de no haber escuchado a alguien. Te vas a podrir en tu aislamiento, y tiernos gusanos te comerán el vientre, y las aves carroñeras te van a devorar. Es lo que le pasa a la gente mezquina como tú. Ojalá te salga un cáncer. Vas a enfermar gravemente. Caerá en ti una enfermedad degenerativa. Y yo no estaré allí para cuidarte. Yo estaré lejos. Vas a envejecer sin gracia. Amargado. Cascarrabias. Infeliz. Tu corazón es frío, es duro, es seco. Tu corazón es metálico. Estoy tan enojada. La ira me inunda con sus filamentos biliosos. Es culpa tuya. ¿Me escuchas? Tu culpa. Tu maldita culpa. Eres el culpable. Desgraciado. Inservible.


A lo cuál Carlo responde:


–Yo soy tu basurero. Yo soy el lugar en dónde tú viertes toda la basura del mundo. Sólo sirvo como depósito de tu indignación. Sólo hablas de tu oficina. Todo el tiempo de tu oficina. Mi oficina esto, mi oficina aquello. Pero yo no soy ningún basurero. Yo soy tu esposo. Tu pareja. No merezco esto. Sales de la oficina sólo para hablar de la oficina. Sales de la oficina y entras a la oficina. Sales de la oficina y sigues en la oficina. Es insoportable. Si tanto daño te hace la oficina, entonces vete de la oficina. ¿Quién te crees que soy? Estamos comiendo y me hablas de la oficina. Estamos haciendo el amor y me hablas de la oficina. Ya no quiero comer contigo. Ya no quiero hacerte el amor. Cada mañana se va mi esposa a esa oficina y por la noche me devuelven otra cosa: una rata violenta. ¿Te parece que es divertido estar contigo? Pues no. No lo es. No es divertido. Todo lo contrario. Es aburrido. Me amargas la vida con todas tus quejas, tus juicios, tus aires de superioridad. No eres superior a nadie. No eres superior a los que trabajan contigo en esa oficina.


A lo cuál Laura responde:


–Nada que dices es verdad. Lo que sucede es que nunca estás allí para mí. No sabes prestar tus oídos a alguien más. Piensas que un matrimonio es un asunto de rosas y arcoriris. Pero un matrimonio es estar allí para el otro, incondicionalmente, y aceptar a los demás tal como son. Se trata de escuchar, no importando si te gusta lo que escuchas o no. Nunca estás para mí. Estás como ausente. Eres mesa o árbol, pero no hombre. Eres poco hombre. Eres niño. Un niño que no quiere saber nada de la realidad. Sólo te interesa escapar de la realidad. Sólo te interesa huir de la realidad. Evadirte a toda costa. Pero al evadirte de la realidad te evades de mí. Tú eres un bueno para nada. Un vago. Ni siquiera un basurero. Un basurero es por lo menos útil. Hay un vacío en mi cuerpo que no llenas. Hay un vacío en mi alma que no llenas. Todo adquiere un sentido exagerado de drama y tragedia cuando estoy a tu lado. Te hablo de mi oficina pero para ti es el fin del mundo. Un poco de realidad y sales espantado. ¿En qué momento me casé con un niño, y no con un hombre? 


Ahora es Carlo quién está enojado. Eso que Laura le ha dicho lo ha descompuesto. Gesticula, mueve las manos sin orden visible. Resopla. Carlo resopla. Es un animal. No da crédito a lo que escucha. No puede creer lo que Laura ha dicho, y sin embargo, se lo ha dicho millones de veces, tantas veces como granos en la arena negra de los desiertos negros de los mundos negros. Laura siente que se ha pasado un poco más de la cuenta, que ha excedido un límite, pero por otro lado siente que era necesario hacerlo –una vez más. Carlo aprieta una toalla con firmeza obsesiva. Mil respuestas acuden a su mente: respuestas hirientes, machacantes. Desea aplastarla. Quebrarle el cuello como a un pájaro. Camina de un lado al otro del baño, y del otro a éste. Camina con empresa, balbuceando cosas ininteligibles. Ella lo observa hacer. Los interventores están borrachos de la felicidad. Carlo toca nerviosamente todo lo que hay en el baño. En un momento dado, se cae al suelo una de sus lociones: una loción que Laura le había regalado. Carlo arranca la cortina del baño. Una bomba de nervios. Un estado de posibilidad y contingencia. El teléfono vuelve a sonar a lo lejos. Pero ni Carlo ni Laura lo escuchan. La temperatura de Carlo es otra. Una capa de sudor cubre su frente. El corazón bate con sorda insistencia, mullida resonancia, un eco ahogado debajo de una almohada.


Entonces Carlo replica:


–Quiero espacio para mí. Quiero metros cuadrados. Quiero caballerías. Quiero hectáreas. Quiero extensiones de privacidad. Quiero edificios de privacidad. Quiero fincas de privacidad. Quiero propiedades enteras de privacidad. Quiero privacidad. Quiero un territorio, un país entero de libertad privada, un mundo de autonomía, un universo de independencia. La falta de autonomía es la muerte, es la institución de los reinos parasitarios. Prefiero estar ciego a no tenerla. Prefiero no tener brazos a no tener libertad. Me cortaría yo mismo los huevos a cambio de libertad. No nos casamos para extraernos la vida despiadadamente, ¿o sí? Quiero espacio. Quiero distancias cósmicas. Quiero volar y ascender. Quiero realizarme como ser humano. Quiero ir más allá de lo que soy y de lo que somos. Mi única intención es viajar por las comarcas del infinito. Pero no puedo hacer eso si me hablas constantemente de tu miserable oficina, de ese espacio reducido y mezquino que es tu oficina. Me desangro en tu puerca oficina. Me asfixio en tu puta oficina. No te das cuenta, pero cada día que pasa tu oficina es más pequeña. Un día, simplemente no podrás salir de allí. Ya no cabrás por la puerta. Ya no podrás salir por la ventana. Los muros se cerrarán sobre ti, como sombras inexorables. Escucharás, poco antes de morir, la risa oscura de tu jefe. ¿No te das cuenta? Es una trampa. Una maldita tumba.


–Pues talvez debería de irme, en ese caso. Talvez debería de desaparecer. Talvez me corresponde salir de tu preciosa vida para que te tengas tu puta libertad. No dejes que yo te detenga en tu carrera al infinito. Dios no quiera que yo me convierta en una carga demasiado pesada en tu ejercicio de levitación. Lo que menos yo quisiera es convertirme en el ancla de tus anhelos. Es mejor que me vaya de una vez por todas, que haga mis maletas, y te dejo todo. Aunque a ti es obvio que esas cosas no te interesan. Son solamente “posesiones materiales”. Tú estás más allá de la “materia”. Estás más allá de lo “terrenal”. Estas más allá de las instituciones humanas, ¿no es cierto, Carlo? Crees que eres tan inteligente, muy espiritual. Pero no eres más que un apestoso embustero. ¿Quieres volar por los cielos cósmicos? Te perderías a los cinco minutos. ¿Quieres tocar a Dios? Te convertirías en ceniza al instante. No me vengas a mí con tus sueños de libertad. La libertad es comprometerse con tu mujer y no sufrir por ello. La libertad es estar condicionado, pero feliz. La libertad es ser útil a alguien más. 


Carlo, rabioso como nunca:


–Pues sí, eso, cabalmente. Vete. Pero no vuelvas. Sal por esa puerta, pero te advierto: si te vas, no regreses: jamás. Porque tú siempre dices que te vas, pero es mentira. Es pura amenaza vacía. No tienes palabra. Hazme el favor de irte, de una vez por todas. Cumple con tu palabra. Ladras, nunca muerdes. Tómalo todo. Qué me importa. Llévate la mesa. Llévate la librera. Llévate la ventana. Llévate la maldita tina, si quieres. Déjame solo, a la intemperie: estaré mejor. Déjame bajo la lluvia: estaré mejor. Déjame entre los lobos: estaré mejor. Prefiero la nada a estar contigo. Prefiero la muerte a estar contigo. Prefiero el dolor a estar contigo. Porque tú eres la nada y la muerte y el dolor, conjuntamente. Tú eres el mismísimo abismo. Tú eres como un montón de números sin sentido revoloteando locos en mi cabeza.

La discusión sigue, pues, subiendo de tono. Veo a más interventores acercarse. Quiero que todo termine. Quiero que estemos juntos los tres, como el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo. Las cosas están ardiendo. Los floreros están en llamas. Los retratos se derriten. Entran y entran los interventores. Es el reinado de la Amargura. Mis manos sangran.


Dice ella:


–Esto es lo menos que necesito. Yo no me casé para esto. No estoy aquí recibir insultos. ¿Crees que no puedo irme de aquí? Si no me he ido de aquí, es sólo porque no he querido: porque te quiero. Pero a eso a ti no te significa nada, nada en absoluto. Hay dos formas de leer las cosas: tú lees el significado oscuro y nada más. Yo no te necesito. Estoy aquí porque te he elegido. Porque te elijo. Porque te decido. Porque te escojo. Estoy aquí porque creo en ti, que no crees en nada. Estoy aquí porque yo sé que detrás de toda esa amargura hay algo: alas. He visto tus alas, las he tocado; les ofrezco mis susurros. A cambio, tú sólo me has dado la más grande desesperación. Yo no necesito nada de esto. Yo estoy por encima de la necesidad. Yo sobrevuelo la necesidad. Tú, en cambio, eres un Mendigo disfrazado de Rey. Te voy a comer vivo. Te voy a destrozar. Te voy a exponer ante la sociedad. Te verán todas las costillas.


Carlo:


–Te odio, te detesto, te abomino, te condeno. Y tampoco te necesito. Puedo estar solo en medio del desierto, perfectamente. Puedo estar solo en la superficie de la luna, perfectamente. Puedo estar en el fondo del frío océano. Yo no necesito a nadie. Ni a ti ni a Dios. No necesito de esta tina. No necesito de la cama. No necesito de comida. Te odio. ¿Crees sinceramente que me puedes comprar? No soy como tú. Tú eres rehén de todas esas cosas que compras. Esclava de tu propio clóset. Esclava de la comida. ¿Y dices que estás por encima de la necesidad? Eres tan sólo otra niña rica, otra cualquiera con dinero. Dime una cosa, Laura: ¿te llevarás todas esas cosas que has comprado a la tumba? ¿Te llevaras todas estas cosas al otro lado?

Laura sale de la sala de baño, descompuesta.

El color de su ira me recordó el color de la piel de Cabeza… Cada cierto tiempo, Cabeza muda de piel. La última piel cayó en el llamado “Siglo XIX”. Un auténtico estallido…  Diez mil pedazos corruptos recorriendo todo el cosmos a velocidades inimaginables. La colisión de uno de esos pedazos contra la tierra ocasionó la Primera y Segunda Guerra Mundiales… Pero nada de eso tiene importancia, me parece… Lo único que tiene importancia es la división física entre Laura y Carlo –Laura acaba de salir de la sala de baño– y yo estoy a la expectativa porque no sé si esta fisura representa una intercesión divina, o un nuevo vértigo en la espiral descendente. Realmente, es muy molesto no poder ver las cosas desde una perspectiva espiritual, y yo –¡el gran Wilde!– debo contentarme con la razón, esa virtud infecta, ese simulacro de potencia. ¿Hay menos alambres o hay más alambres entre Carlo y Laura? No sabría decirlo. ¿Hay menos filamentos o más filamentos? Me gustaría ayudar, pero ayudar en este momento puede que sea un error... Es horrible este apocamiento en la región llamada “tiempo”. Estoy escondido en el tiempo, en una de sus nostalgias. Y en el espacio: en uno de sus vacíos. Y en el cruce de un tiempo y un espacio. Pero me están buscando. Lo presiento. Cabeza ha mandado a sus mejores ángeles, y me están buscando. Afuera, llueve.


Laura sale de la sala de baño. Los interventores han formado un Animal dentro de ella… Eso por lo menos es claro. Me quedo yo con Carlo. En Carlo se ha establecido un silencio, en cambio, un desierto sin fin. He puesto la mano en la arena de ese desierto, y me he quemado: la mano se me ha puesto negra.

Carlo se queda adentro de la sala de baño, extrañamente solo esta vez. Por lo general, Carlo anhela la soledad, pero ésta no es la clase de soledad que Carlo anhela. La vista incluso se le ha nublado un poco. Está confundido. Tiene la boca seca. Siente su propio cuerpo como un saco caliente, como si él estuviese metido en una bolsa desagradable, resbalosa. Carlo en verdad ya no sabe qué hacer. Pone una mano con delicadeza sobre algo (¿pero qué?) y siente que va a caerse, un zumbido en la cabeza, una especie de espesor casi doloroso: ganas de vomitar. ¿Se le ha bajado o se le ha subido la presión? ¿Es normal que nada haga sentido? Carlo se recuesta contra el muro; el muro está frío. Carlo se deja caer lentamente hasta quedar sentado en el suelo. No puede moverse. Está paralizado. Ligeras luces a su alrededor. ¿Afuera o adentro de su cabeza? Ligeras. Es todo. Y todo tan frío: el suelo, el muro, el espejo. Siente que el espejo está frío, que el espejo lo está observando fríamente. El alma de Carlo está volando lejos de ciertas conexiones cerebrales esenciales, más allá de la zona limítrofe de la coherencia. Una gota cae del grifo, repetidamente. Esa gota también está fría.


Y ese olor. Ese olor asqueroso. Piensa Carlo. ¿De dónde diablos proviene? Carlo busca con la mirada algo que le indique la procedencia de un olor que entra por sus narices, pero nada. Talvez es mi imaginación, se dice. Lo que más importa a Carlo es preguntarse: ¿será éste mi olor?, ¿estaré desintegrándome?, ¿me convertiré en sal?, ¿en polvo? Carlo está en contacto íntimo con su propia calavera, su calavera ha crecido dentro de él varios centímetros. Sábanas de hospital envuelven a Carlo... La prisa de la muerte coquetea en su hocico. Hay perros muertos latiendo en los corazones. En los bigotes de un hombre enfermo, los insectos forman ciudades. Todo eso lo veo yo; no Carlo. Carlo simplemente sabe de un olor. De una discordia que no entiende. ¿Y si este olor sale de mi boca? Vacila. ¿Y si este olor soy yo? Duda. ¿Y si me he cagado? Se pregunta. ¿Y si se me ha salido una tripa? ¿Y si mis huesos…? ¿Y si mis ojos…? ¿Y si mi escroto…?

Carlo suda. Carlo suda con profusión. Ha comenzado a experimentar el extraño fenómeno de la sudoración masiva. Es su cuerpo defendiéndose de la miríada de interventores que entran en su organismo. Es su cuerpo desesperado por desintoxicarse, por exorcizarse, por expeler el Veneno. Pero es un esfuerzo inútil, por demás, un esfuerzo tonto. Lo siento por el cuerpo de Carlo. Lo siento mucho. Me conmueve el esfuerzo de Carlo y su cuerpo. Me conmueve su náusea. Pero yo no puedo sentir náusea. No puedo sentir nada. Los ángeles no sudan. No pueden ellos manar. Nunca ha sucedido y nunca sucederá; y Cabeza me está buscando. A veces Cabeza suda; pero sólo cuando ha decidido reorganizar el universo. Esto es, cuando ha decidido inventar un nuevo universo, es decir: se ha cansado del viejo universo. El universo es el sudor de Cabeza. El universo es la transpiración de Cabeza. Por eso aquí todo es tan viscoso, tan lubricado. A veces no entiendo los métodos del Padre. Pero yo, Wilde, he renunciado al Padre. Ahora soy un ángel libre.


El desagradable olor aumenta. Todo gesto es más lento dentro de un mal olor. Los malos olores están allí para entorpecer la movilidad humana, para hacer del ser humano un ser no ágil. Y así no salga corriendo. El infierno está poblado de fábricas innumerables, en dónde artículos en serie se están produciendo. Y notablemente: olores. Hay castigos en el infierno que no son más que un olor. Un olor eterno, que descompone la carne, las vísceras, los huesos.


Uno de los olores más antiguos, más reputados que se le han atribuido al demonio: el azufre. Los humanos se equivocan respecto al azufre. El azufre no es un olor demoníaco, sino divino. Fue puesto allí por Cabeza. Lo que sucede es que interventores ávidos de tecnologías inventaron un olor extremadamente parecido. Así es como los interventores confunden al ser humano, con olores genéricos. Son olores de baja calidad, que infestan el mercado bioesférico. Es cada vez más difícil distinguir la copia del original. Y por cada olor verdadero, hay mil falsos. Una cuestión muy delicada. Cada vez que el universo se ha falseado hasta el punto de lo insoportable, Cabeza transpira y genera un nuevo universo. La piratería de los olores es gigantesca, aunque eso sí, es poca cosa comparada con la piratería de las imágenes. Ése sí que es un mercado grande. Los seres humanos están viendo todo el tiempo cosas que no son. Cosas que nublan su entendimiento. Yo me atrevería a decir que los hombres viven en una sola alucinación. Entonces, ¿cómo pretenden que el hombre vaya por buen camino, cuando todo lo que experimenta es falsedad? Son esta clase de temas los que se prefiere esconder debajo de la alfombra celeste. Ya los interventores han creado una Cabeza tan exacta como Aquélla.


El calor aumenta, como el ruido de un avión. El calor envuelve libidinosamente a Carlo, se introduce debajo de sus axilas, atrás de sus orejas, se posesiona de sus testículos, acaricia sus pies. Es un calor sutil, experto. La pared está fría, el suelo está frío, el espejo frío, pero en cambio Carlo siente un gran calor. Y ese calor se enfría inmediatamente, pero al instante es reemplazado por más calor. Qué situación extravagante.

Carlo siente crecer dentro de sí una cierta compulsión, una consigna. Empieza a sobarse con frenesí la zona venérea, hasta alcanzar una erección. Carlo ha optado por masturbarse. No halla cómo darle otra salida al calor. No sabe de qué otra forma encarar su circunstancia. Es una masturbación tan rápida y expeditiva, que casi diríamos que se trata de la masturbación de un adolescente ingresando por primera vez a la región de los placeres. Me toco, al verlo tocarse. Figurativamente, pues los ángeles no poseen sexo. Carlo emite ligeros sonidos breves espasmódicos. Cortos gritos fluorescentes. Quejidos. Como las lamentaciones entrecortadas de un enfermo. En efecto, una enfermedad ha caído sobre Carlo: la sublime enfermedad del onanismo. De esta enfermedad, los hombres raramente escapan, o nunca escapan. Algunos incluso se masturban frente a un espejo: se masturban dos veces. Una costumbre vieja como el fuego.

Carlo transpira, sigue transpirando. Suda como un esclavo: un esclavo del calor. Eyacula, pero sigue transpirando, largas gotas gordas bajan por su frente, como si tuviese una fiebre maravillosa, un paludismo fantástico. Su cabeza anhela descongestionarse. Quiere sacarlo todo, vaciarse, inmolarse en el abismo. Ciertos cuerpos vomitan, defecan: optan por la nada evacuante. Expulsan serios líquidos hacia la casa de las materias, hacia el ser. Es lo más normal del mundo, porque la desesperación es lo más normal del mundo. Proyectan una capa residual de células muertas, de uñas y cabellos, y sacan mocos, y escupen, en una lucha intensa por empujar hacia fuera lo que quiere quedarse adentro, lo que quiere reinar.

Terminada la masturbación, Carlo es recibido nuevamente por un frío mortal. El vapor se ha retirado del espejo. El tubo que sostiene la cortina de la sala de baño está helado como si lo hubiesen hundido en aguas polares. El shampoo, congelado. Las losas son como muecas insensibles. La artesa vigila su propia indiferencia. Las toallas húmedas son mojadas maneras de envolver soledades. Una gota cae cada cierto tiempo del grifo, llamando a la glaciación. Hemos pasado de un frío extremo a un calor hirviente, y de un calor hirviente a un frío ártico. Focas borrachas se tuercen en el lavamanos. Un oso polar yace asesinado. Los alpinistas se observan sin expresión los dedos gangrenados. Eso: Carlo gangrenado, Carlo desposeído. Sus dientes se han rajado todos. Sus ojos se convirtieron en hielo. ¿Han visto a un animal muerto sobre una planicie de nieve? Yo sí. Es el espectáculo más triste que conozco. El más desolador espectáculo, y la forma más segura de rebelarse contra Cabeza. Yo me he rebelado contra Cabeza por otras razones, pero son razones parecidas y suficientes.

Pero lo más frío, lo más triste de todo, lo que más acongoja, son los pies de Carlo. Esos pies también fríos: están llorando. Un pie frío es la soledad misma. Es como un pájaro muriéndose de amor. Es como un ala hundida en el fango. Esos pies de Carlo han levantado en mí una compasión que sin embargo he apresurado en apagar. Porque Cabeza detecta la compasión con extrema facilidad. Y no puedo darme el lujo de revelar mi paradero. Pero cuánto me ha costado. Con gusto lavaría yo los pies de Carlo. Con gusto lavaría yo los pies de Carlo. Lamería sus dedos, hasta que mi saliva celestial les devolviera su brillo, su confianza, su autoestima, su modestia de ser pies, de llevar a un hombre por los senderos del mundo, polvorientos.

Y desde los hielos, desde la triple extensión de lo inerte, desde el silencio helado del infinito, desde las profundidades de lo que no tiene vida, de lo que espera, desde ese paréntesis extraordinario que es lo fijo, desde lo duro, lo inamovible, crudos gritos se alzan, gemidos distorsionados, expresiones tercas de un animal cuyo dolor no tiene fin. Lamentos como grandes ondas viscerales, venidas de lo remoto de la tierra, subiendo con tal ímpetu, como si un gran demonio estuviese malherido en un barranco. Como si una tinta negra en lo oscuro, en lo geológico, estuviese cantando. Ah, estos lamentos. No puede uno dejar de escucharlos. Me habitan, hipnotizan, obsesionan, trastornan. Un bebé de dimensionas ignotas ha sido abandonado en el fondo de la inmensidad, y reclama a su madre, con paciencia sangrante. Tiene rostro de caballo. Se lamenta. Ha sido abandonado sobre volcanes ardientes, sobre lavas desfiguradas, sobre temperaturas divinas. El lamento sube y se introduce en el pellejo de Carlo, después de escalar cientos de kilómetros.


Ese lamento llega a Carlo en forma de latido, empujado por la Onda Expansiva Subterránea. Los hombres piensan que es la vida lo que empuja la sangre. Pero es la desesperación. Lo que no halla sosiego. Y entonces, en ciertos momentos, les toca reconocer lo absurdo en lo absurdo de un latido. Y los hombres tratan de rascar ese latido con uñas sucias, para ver qué hay adentro, pero adentro de un latido no hay nada. La regularidad de los latidos es lo que más desconcierta, porque los hombres tienden a pensar que detrás de esta regularidad hay un orden, pero lo regular no es más que muerte, acumulación, periódica sedimentación de deshechos de gritos inservibles. Ese latido es como un pescado que nada por las venas, y se golpea contra las paredes. Un pescado ciego, hecho de locura.

Las sienes de Carlo repican. El dolor de cabeza es insoportable. Lo siente en un lugar determinado, atrás y arriba del cuello, pero lo siente también por todas partes, en las puntas de los pies, en el aparato reproductor, en los codos, expansivo, voraz. Es un dolor de cabeza que se extiende más allá del cuerpo de Carlo y se introduce en la substancia misma que lo rodea. Todo le está doliendo a Carlo: hasta las toallas, las batas. Se podría hablar de la dolorosa continuidad del ser.

Y para colmo, hay otra serie de ruidos que provienen de la parte de afuera de la sala de baño. Se trata de Laura. ¿Estará haciendo sus maletas? ¿Estará pensando en partir? ¿Estará buscando un cuchillo en la cocina para cortarse las venas, pastillas? ¿Querrá matarse? Se está moviendo, ninguna duda. Se está moviendo, y Carlo siente que cualquier grado de suficiencia y sentido que su vida podía haber tenido hace una hora se ha perdido sin remedio en los acontecimientos, especialmente en este ajetreo nervioso, indefinible de su esposa afuera del cuarto. Hay felicidades –la tranquilidad de una tina, por ejemplo– que se pagan demasiado caro. Carlo ha caído abigarradamente desde las alturas virtuosas, ha caído en una sesión de vértigo y desconcertante dolor, hasta el abismo, preñándolo de súbito. Y ahora se encuentra fijo en una prisión de materia, y afuera de esta prisión, su mujer, su carcelera, Laura, se mueve sospechosamente, se mueve de una forma inquietante. En otros tiempos, Carlo sabía cómo extraviarse, cómo jugar en su propia desorientación. Pero eso es ya totalmente el pasado. El más irrecuperable pasado. Ruidos vagos allá cercando la sala de baño. El enemigo acecha, entre follajes violentos. Carlo será dentro de poco devorado por los lobos. Todo esto, además de extraño, es triste. La claridad es algo tan frágil, tan solitario, y tan fácil de perder. Es una planta precaria, atropellada a menudo por insignes mastodontes. Hay demasiados mensajes. Escuchar ya no es posible. El hombre, según lo veo, está solo. El neón tiembla en la noche lluviosa.


Carlo efectúa un encuentro cercano con su propia decadencia. Carlo, antes hermoso, y alguna vez bello, ha llegado de ramplón a la senilidad. Graves arrugas se dibujan alrededor de sus ojos. Es un hecho estable que Carlo se ha roto, pero esta decadencia suya, esta belleza extraviada me parece hermosa aún. Tengo ganas de sostenerlo en mis brazos. No sé si otro ángel lo está haciendo. He renunciado a mi capacidad de ver las cosas celestes, para que las cosas celestes no me puedan ver a mí. Hay farmacias enteras pudriéndose en el interior de Carlo. Esto es la enfermedad, esto usado, esto curvo. Triturar a Carlo sería tan fácil, en este momento. Machucarlo con un pulgar. Jugar con su enfermedad como con un harapo. Dan ganas de abrazar a Carlo, de sentir ese cuerpo suyo amarillento resplandecer como una estrella que se apaga y cede sus últimos vestigios. Oh fotografía que palidece, se borra sin remedio. Carlo ha formado una imagen desgraciada de sí mismo, ha decidido contemplarse en el espejo de su vejez. Así como otros eligen el espejo de lo joven –vanidad es el nombre de tal espejo– Carlo ha decidido entregarse al Moribundo. A los seres humanos, un Moribundo los habita desde que nacen. Por momentos, ese Moribundo crece en ellos como una esponja gigante que se ha llenado de agua, pesada cual la luna cuando nadie la está viendo. Ese Moribundo habla en lenguas que son murmullos sin sentido que ya todos han renunciado a entender. Carlo se aferra a su Moribundo como a un salvavidas. Es un mecanismo de sobrevivencia, claramente. Piensa que el Moribundo es el que no muere. El Moribundo es todo menos el muerto, piensa. El Moribundo es radicalmente otra cosa que el muerto.

Así, Carlo se percibe como un anciano, como una conflagración laberíntica, enigmática, barroca, de rugosidades. Algas y arrugas. Su piel está seca como una bandera abandonada. Su piel está calcinada por mil soles que lo han eyaculado todo. Arrugas como lenguas muertas, mudas lenguas sin destino. Tiernamente desgastadas. Pasadas de moda. Sin actualidad, sin sapiencia, sin mística: arrugas nada más. Carlo se ha desesperado en este remolino de arrugas. Gran Sequía. Gran Desertización de los Espacios. Vagina de Arrugas de una Beduina Tostada. A Carlo le encantaría tener el valor de poder arrancarse el rostro.

Y así cómo hay arrugas en su rostro, también hay manchas. Besos negros. De pronto, Carlo tiene algo de drogadicto, de enfermo de la existencia. Está muy feo. Menos mal que no se ha visto al espejo, porque sabría odiarse, detestarse, se quemaría en una hoguera de asco y autodesprecio. Lejos para siempre de todos sus niños interiores. Teatro de escamas, de costras, de endurecimientos.

Por demás, Carlo se encuentra en el lado chirriante de la vida. En la zona de las grandes presiones y depresiones nerviosas. Su cerebro está constituído por viejas placas tectónicas, sequedades rozándose con enorme frigidez. Las posibilidades han venido todas a expirar a los pies abandonados de Carlo, como una ola sin humedad y sin futuro.

En otras ocasiones he visto a Carlo desnudo, lo he visto masturbarse con loco frenesí, esplendente excitación, auténtico desprendimiento, a velocidades increíbles, duro, irrebatible, apodíctico, presente en todo el sentido de la palabra. He visto el miembro de Carlo –visto, espiado, anhelado, bendecido, admirado– y comprobado su robusta majestuosidad. Es, el suyo, un órgano copulador largo, como una serpiente gruesa. Me gustaría tener una verga como la de Carlo; una verga y poder meterla; o que me metan una. No sé qué es lo que me gustaría. Pero ahora el sexo de Carlo… es decir, algo le ha pasado con esta pelea. No está bien, no es su estado normal, yo pienso. Se ha encogido. Huye de todo sol. Feo como la uña negra de Bilisiblis. Y sus testículos: se han reducido en tamaño a la mitad o talvez han desaparecido. Talvez han implosionado hasta convertirse en nada fisiológica, en ablación. Se han borrado en un bostezo doloroso.


El hambre y el miedo fueron los dos extremosos recursos que Cabeza colocó en el hombre para que el humano no cediera completamente al sueño. El hambre, la sed gorgoteante, y el miedo profundo de ser devorado, han sido los mecanismos utilizados por Cabeza para que el ser humano no se abandone y transforme en arena. Pero realmente: Carlo está más allá del miedo, del hambre, de toda ira. Está aquí, pero no está. Está aquí, pero está ausente. Carlo tiene hambre, pero ya ni lo sabe. El sueño, el cansancio son demasiado profundos, son como heridas que gritan para adentro, como resbaladeros lentos y progresivos de la sangre. Es triste ver a Carlo así. ¿Y qué pasará cuando Carlo ya no sea bello, de tanto morirse? ¿Me mudaré acaso a otra casa, a otro rincón? ¿Habrá otro Carlo en el mundo? ¿Otra Laura? ¿Existe el amor más allá de estos muros? ¿No es el amor una planta rara, que sólo crece en el centro de esta sala de baño? ¿Única, no es mi deber verla morir? ¿Y morir yo con ella? ¿No es mi función lamerla una vez muerta? ¿No es éste mi maldito deber?

Carlo se enlaberinta en su propio cerebro. El cerebro de Carlo produce expansiones contrarias, colisiones ideológicas que sencillamente no puede superar; en tal sentido, se parece a otros cerebros que han venido a encallar a esta era incierta: cerebros con demasiado información, sobresaturados, redes caóticas de vectores cambiantes, diagramas efímeros e inestables. En esta era, un cerebro no posee nada.

En este estado calamitoso en el cuál se encuentra, Carlo no puede generar un camino. Es como una mano que no siente calor. Una mano sin vida que no alcanza siquiera a tomar la pistola y jalar el gatillo. De tanto querer salir de la situación, de tanto identificar los muros de su angustia, de tanto inventarlos a fuerza de resistirlos, se ha convertido en esos muros. El cerebro de Carlo, reptil herido, lagartija que un niño especialmente malo ha inmovilizado de una pedrada. La lagartija, es cierto, de vez en cuando presenta espasmos incontrolables; luego, otra vez el silencio, la quietud. Como si la electrocutasen, y después la dejaran estar otro rato; la electrocutasen y otra vez lo mismo… Y un círculo de nunca acabar. LEl niño la carga, la observa, la tira a la banqueta despectivamente.

Carlo tiene la mirada perdida. Sus pupilas se han ensanchado. Que entre lo que sea, han dicho las pupilas. Que entre todo, luz, tifus, ecuaciones, caballos muertos. Que entre cualquier cosa. Qué más da. Sólo importa esta blanda venal aceptación.

Otras veces se ha sentido Carlo así, pero nunca tanto. Nunca a este grado. Hoy sucederá algo grave, algo irreversible, algo más problemático que cualquier experiencia del pasado. Carlo lo sabe, y mira la sala de baño sabiéndolo, como el que mira a la armada enemiga acercarse en la distancia. Como el guerrero que ha comprendido de pronto la insignificancia de la muerte. La mirada misma de Jesús –y yo estaba presente– cuando llevaba esa cruz que dicen que pesaba lo que pesan todos los siglos. En efecto. Es la misma mirada de Carlo. El que así mira está afuera y está adentro completamente; es difícil explicarlo, porque los ángeles no han visto, no saben ver, no les interesa. Esa mirada, me gustaría conservarla, llevarla conmigo, hundirla en mis tripas.

Los interventores han orinado en la cabeza de Carlo hasta llenarla como una copa. Litros de orina demoníaca aprietan desde dentro la caja craneal de Carlo. El pis de Demonio es un poco igual al pis de gato; cuando un demonio marca su territorio con su pis es extremadamente difícil que el olor se vaya. Por eso a los interventores hay que extraerles la vejiga y coserles la boca: sacarles la vejiga para que no puedan fabricar pis, y coserles la boca para que no tomen agua. El Jefe Inferior está en un acto de sucesiva meadera: orinando desde siempre, desde la Caída. Nunca ha interrumpido su meada vertiginosa. Es una declaración de principios. O algo así. Sus orines desfiguran lo que tocan. Por eso una de las torturas más comunes en el infierno es rociar a las víctimas con orines. Una experiencia tenebrosa, al parecer. Si es cierto que la cabeza de Carlo está llena de los orines de sus interventores, debo decir que Carlo no puede estar pasándosela muy bien que digamos. Hay que sacarle a como dé lugar tanta orina, o no cabe sino esperar lo peor. Pero sigamos observando a Carlo. Miremos qué pasa.

Carlo lo que hace es levantarse, trabajosamente, penosamente, con tremendo esfuerzo, con la última fuerza de su canalla vida, así se levanta Carlo, como quién sólo quiere lo contrario. Pero lo hace. Se levanta. Se ha erguido. Carlo no dice nada, ni suspira, ni suelta un sonido. Está cumpliendo con un destino que no comprende, y entre él y su destino no hay más que silencio, hay un alga de silencio suave como la brisa del vacío. Así que Carlo siente el deseo de lavarse la cara con agua fría, echarse agua y experimentar una especie de redención en tal gesto, que ha redimido a tantos, en momentos como el que ahora vive Carlo, o en peores momentos. Hacer con las manos un ligero recipiente para recibir el agua nupcial del grifo, cerrar los ojos, no pretender otra cosa que esa ablución santa y luminosa. ¿Cuántos hombres a lo largo de la historia del mundo han repetido ese gesto sencillo, que es una misericordia ante tantas horas, las vividas y las entrantes, las perras horas sin fin?

Carlo se echa agua fría en la cara.


Se echa una vez agua fría en la cara. Y luego se echa otra vez. Y luego una tercera. Y una cuarta. Y se restriega la cara, y se roza frenéticamente la cara con las manos. Carlo aprieta los dientes, grita con la boca cerrada y los dientes comprimidos, se echa agua fría en las facciones rígidas, como en un ritual violento, y para mientras llora, yo creo, pero es difícil saberlo, ¡a lo mejor no son lágrimas, sino simples gotas de agua fría! Hasta detenerse: así de pronto, como un animal que huye y para, porque cree que ha dejado atrás a su cazador blanco, así Carlo se paraliza, frente al espejo, pero allí, justamente, está su depredador más exigente. Carlo se mira al espejo. 
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