M A U R I C E E C H E V E R R Í A

(3) PELEA EN CUARTO

Lo que sabemos es que Carlo se encuentra en el cuarto, en la recámara conyugal, y está solo. Ese cuarto en dónde tantos episodios de amor hubieron, en el pasado, hoy es lo más parecido a un sepulcro. El corazón de Carlo bate a un ritmo inconstante, a un ritmo tullido. Suspira Carlo. Y el cuarto escucha a Carlo. Pero el cuarto ya no cree nada de lo que Carlo dice. El cuarto conoce a Carlo en su intimidad, y aunque no dice nada, y nunca ha dicho nada, es cierto que ya está completamente desencantado de la figura mentirosa de Carlo. Cruje un poco a veces, en señal de desacuerdo, nada más. La principal característica de los cuartos es que son cápsulas de secretos. Adentro de cada cuarto hay un gas poderosísimo que no puede escapar, y se llama: secreto. Algún día, los cuartos se pondrán a secretar todo aquello que contienen, y entonces los humanos tendrán que vérselas con su pasado.


Carlo habla con las cosas, habla y habla, a nadie habla, a las cosas habla, y las cosas no tienen otro remedio que recibir semejante polvo verbal. Destino cruel el destino de lo inanimado. Plástico y madera están hechos de inercia, de aceptación pura, de no disentimiento. Nunca dan su opinión. Por esos es que sus bordes son tan claros. No creen en dar una respuesta. Toda respuesta es una superstición, puesto que ya todo está predeterminado, y ya todo contiene en su esencia su propia palabra, su definición.


Carlo se ha puesto a hablar con su billetera, que es extremadamente, casi ridículamente grande. Y negra. Y ordenada. Uno la abre, y entonces uno se da cuenta del orden profundo que habita esa billetera, de lo cuidadosamente doblados que están los billetes por la mitad. Carlo interrumpe la observación de su billetera (la tiene en las manos) para pensar en lo ridículo de ciertos estados emocionales de Laura.


Sinceramente, Carlo se encuentra en un estado nostálgico; las formas del pasado se agolpan en su garganta, y ahora, al ver su Licencia de Conducir, ha recordado el primer carro que manejó en esta vida: un automóvil de color indeterminado cuyo mayor atributo era que había pertenecido desde siempre a la familia. “Lo extraño”, transfiere Carlo a la Licencia de Conducir, que escucha con atención rectangular. Allí está la foto digital impresa en el documento de plástico, en dónde aparece Carlo con una sonrisa dominadora, de persona triunfal, exquisita de poder. “¡Quiero subirme a un carro y huir!”, prosigue ahora Carlo. “¡Quiero ir del otro lado de la frontera y no regresar!”. “¡Continuar por largas carreteras en el desierto!”. “¡Largas rutas sin fin, con perros muertos en las orillas y atardeceres jubilosos en las montañas!”. La licencia de Carlo escucha, contenida, las salvajes fantasías que éste le presenta. La imaginación es como una enfermedad venérea, asume finalmente la Licencia de Conducir.


Y en ese mismo momento, Carlo extrae otro documento de su billetera: la tarjeta chillona para rentar devedés. Oh, esto es más sepulcral, más demoníaco aún. Y es que Carlo alguna vez quiso ser cineasta. La tarjeta para rentar devedés es como un recordatorio de todas las películas que jamás hizo.

La vida se encargó de quebrar aparatosamente esta fantasía artística de Carlo como una vasija maya muy anciana y muy frágil.

¿Hemos de lamentar que Carlo no sea el día de hoy un cineasta activo, manejando grandes cantidades de presupuesto, torrentes oceánicos de extras, imágenes universales de amor y latrocinio? Talvez a Carlo le correspondía hacer películas sobre la nostalgia. Tarjeta Para Rentar Devedés es menos deferente que Licencia de Conducir, y se encierra en un más cruel mutismo sordo.

En la billetera hay dinero. Eso también. Un gran fajo de dinero. Una acumulación potente de billetes. La autoestima de Carlo es un edificio en ruinas que depende básicamente del dinero para no caerse. Carlo observa esos billetes, enamorado. Te quiero. Te adoro. Te amo. Dice Carlos. Carlos se pasa el dinero por los genitales, contento de estar vivo, de tener todo esa fortuna en la mano como un ramillete de flores. Si el dinero tuviese un ano, Carlo ya lo hubiese hecho suyo. Billones de personas hacen su turno en una larga fila para penetrar el ano no existente del dinero. Carlo susurra canciones tiernas al oído del dinero. Cómo le gusta a Carlo cortarse el pezón del lado derecho con el filo del dinero, que es igual al filo exacto de una navaja cara. Gracias a esos billetes, gracias al espléndido dinero, Carlo se encuentra en un cuarto rodeado de contundentes objetos. Objetos cotidianos y seguros, diseñados por mentes especiales. Carlo ya está de rodillas, adorándolos. Ya está quemando el incienso para estos objetos, y ya está pronunciando letanías y cantos. Todos estos objetos son el destino último del hombre, la luz al final del tubo intestinal. Las Cosas. 


¿Qué haría Carlo sin su cama, amadísimo lugar en dónde puede expresar con toda intensidad ese yo fetal que lleva dentro, y puede darle la espalda a su esposa, cerrar los ojos, pretender estar dormido, a veces llorar quedamente, con el rostro hundido en la almohada, como una adolescente cualquiera? Carlo exclama: “Oh grandísima cama, cama super king size, oh, te venero, oh. Me disuelvo místicamente cada noche en ti, como un gusano en la sal de la tierra. Cuerpo–Cama en dónde caben todos los muertos de Shakespeare, te saludo. Eres la pantagruélica felicidad de este miserable que no te merece. En tus sábanas he encontrado tiernos suaves mapas. Descanso sobre las suaves cicatrices de tu tedio. Afuera mueren de frío los sin–cama, los herejes, los brujas, los ateos. Yo te he encontrado, por fin. Estoy salvo.”

Una ráfaga de polvo sale como si una gran boca antigua hubiese soplado: es Carlo quién ha abierto el clóset (abierto esa parte del clóset que jamás utiliza, rara vez visita) y contempla todos esos pantalones colgados, los sacos, las camisas, y tantas prendas de vestir ya viejas (“viejas” es un decir, a lo sumo han sido usadas cinco veces) que Carlo observa, perturbado de la emoción. Jamás se desprenderá de ellas. Antes, preferiría cortarse los dedos. Fueron meticulosamente seleccionadas: mucho dinero, mucho tiempo y un gusto exquisito se conjugaron para formar ese ropero que, aunque inutilizado, representa el triunfo mismo de la civilización. ¿Qué importa si es ropa que ya no usa? ¿Tiene que deshacerse de ella sólo porque ya no la necesita? Bajo esa lógica, habría que deshacerse entonces de los incunables, y mandar a dinamitar las cuevas de Altamira. Carlo nutre de amor las prendas de vestir y las prendas de vestir por su lado se dedican a ocupar espacio y tiempo, practican pues la obesidad total, comiendo humedad. Laura nada dice a Carlo respecto a todo ese exceso de ropa que bien podría estar usando, bueno, la gente pobre. Pero no le dice nada porque ella es igual. Tuvieron que mandar a construir un clóset especial para poder archivar toda esa ropa muerta: un templo a la nostalgia. El polvo estornuda como un anciano resfriado.


Y el televisor. Carlo ama más el televisor que a la propia Laura. De hecho, la única intimidad que tiene con Laura es la intimidad del televisor. Carlo abraza el televisor. A veces, es más, le gusta lamerlo. Así es: limpiarlo con la lengua. Pasa la lengua sobre la pantalla lisa, lame el cable también, y el control remoto. Y no obstante, cada cierto tiempo Carlo le es infiel al televisor: Carlo lo cambia por uno más grande, más espectacular, más devorador. Y recomienza el romance. El amor. El televisor se esfuerza en presentar, a cambio, imágenes impecables, también banales. La banalidad es un tejido resistente que nunca se rasga. Ningún ser humano volverá a tener frío mientras tenga a su disposición la cubrecama de la banalidad. A veces he querido ver el televisor con Laura y Carlo, pero mi naturaleza rechaza esta práctica endemoniada. Cuando digo endemoniada lo digo muy a propósito. El televisor fue inventado por un demonio. Por un interventor harto sagaz. Puso la idea del televisor en la cabeza de un ser humano, causando una de las mayores victorias del Castillo de los Fratricidas sobre la Tierra. En efecto, el virus televisivo ha infiltrado todas las conciencias… Un verdadero caballo de Troya, para recurrir a una imagen humana.


Ahora bien, ni la cama, ni el ropero, ni la televisión, causan el efecto que el espejo causa en Carlo. Sírvame aclarar que el espejo es otro invento del demonio (de hecho, del mismo demonio que inventó el televisor, un demonio viejecillo y bastante cordial de larga barba y risa nerviosa, que ha tenido, como se ve, gran incidencia en la Lógica Espiritual). Pues bien: el espejo es la gran obsesión de Carlo. Carlo se pasa horas recabando sus propios detalles fisiológicos, alabándose. El espejo que Laura y Carlo han puesto en la habitación es tan gigantesco, tan desproporcionado que ocupa un lado entero de la misma. Antes se observaban a sí mismos hacer el amor en ese espejo. Ahora que ya no hacen el amor, se observan a sí mismos. El placer es prácticamente el mismo. Por supuesto, es casi inútil añadir aquí que el espejo, lejos de ser un objeto que refleja la realidad física de las personas, es un objeto que la distorsiona, un filtro mágico. Dentro de todo espejo, hay un operador que se encarga de provocar en los usuarios una sensación de excesiva autocomplacencia o lacerante frustración. Su tarea consistiendo en determinar qué es lo que conviene en cada caso, y poner en marcha experiencias fluctuantes de autoimagen. En general, los operadores ganan muy bien, puesto que necesitan años de experiencia y estudio para poder llevar a cabo su tarea con cierto virtuosismo. Es un puesto muy cotizado en las regiones infernales.  


Carlo fomenta el devoto examen de su rostro: se ha dedicado a honrar la pigmentación alucinante de sus propios ojos, a mimar con argumentos estéticos la pequeña cicatriz que tiene en la frente (“una asimetría necesaria”, justifica), también adora el volumen de sus labios, casi sensuales y femeninos, de sus orejas no tiene nada que decir, excepto que son espectaculares, considera que su cabello rojizo es uno de sus atributos más interesantes, y sus cejas, aunque no muy tupidas, no afean ni disminuyen la belleza general del conjunto. Quizá lo único que le desagrada un poco son sus dientes –por demás perfectamente ordenados y blancos. Si el espejo reflejara solamente el rostro de Carlo, Carlo se daría por bien servido. Carlo no necesita otra cosa para estar vivo. Su rostro es lo que lo mantiene en vida, unido, lo que hace que su corazón funcione. 


 En la realidad, Carlo no es tan bello como piensa. El operador se encarga de facilitarle a Carlo una autoimagen muy presentable. Pero ni Laura ni yo lo miramos tan bello como él se mira a sí mismo, aunque debo decir que a mí me resulta de todos modos extrañamente bello, esto es, humanamente bello, bello como el más humano de los humanos bellos. Es lamentable lo poco que los humanos aprecian su propia humanidad.


El operador, como ya dije, viene a ser un ente brillante, oscuramente brillante. Le presenta a Carlo un rostro yo diría fabuloso, pero en cambio le devuelve un cuerpo rollizo y garrafal. Así que cuando Carlo se mira al espejo, se encuentra con una imagen fragmentada de sí mismo: por un lado la nitidez de su rostro, y por el otro la gordura descomunal que rodea su vientre (no hay tal gordura). Carlo hace lo peor que puede hacer en estos casos: insultarse. “Ojalá te mueras pronto” (grandes carcajadas del operador). La gordura que el espejo pone en la mente de Carlo causa en éste graves depresiones, y a veces sucede que Carlo no come durante todo el día, durante dos días seguidos. Cruelmente, el operador aumenta más la gordura de Carlo, para desesperación de éste. En general, todos los operadores que trabajan en una casa (y son varios, puesto que hay varios espejos) deben ponerse de acuerdo para dar una imagen unificada del paciente, y debe de haber una comunicación con los espejos que están afuera de la casa también. Así que se trata de una operación altamente tecnificada, con recursos millonarios, y una precisión excelente que me toca reconocer. A Carlo le ha dado por vomitar después de comer... Así es: ha contraído un desorden de tipo alimenticio, que adereza con poderosas anfetaminas; éstas lo ponen muy nervioso, y es cuando le dan ganas de pegarle a Laura. 


Carlo se está desnudando. Poco a poco se desabrocha el cinturón, con cierto pasmo se quita la camisa, botón a botón, como lo haría un anciano desamarra los cordones de los zapatos. Los calcetines quedan a un lado de éstos, arrugados. Realmente lo que Carlo quiere presenciar es el Pene. El pene de Carlo es normal, y no enorme, es normal, y en este momento, por alguna razón, no sirve. Está quieto: ningún apremio erótico, ninguna premura sexual. Está bien quieto y bien muerto. Bloqueado. Obturado. Convencido de que ya no hay que moverse. Carlo comprueba cómo su glande ofrece una serie de manchitas rojas de origen indeterminado. Es tan débil, es bastante frágil. Qué desnudo y muerto, el glande. Harían falta toneladas de pornografía para estimularlo. Carlo ya ni siquiera sufre por su glande. Participa de su mismo entumecimiento, de su misma indiferencia. Entre él y su glande ya sólo hay silencio. Es el mismo silencio que se puede observar en ciertos animales marinos. Un silencio acuático de plancton. Carlo tiene el pene relleno de plancton. El plancton vegeta en el gran azul oscuro del mar frío de su pene.


Uno de los juegos más perversos de los interventores consiste en manipular el lenguaje humano, dándole direcciones imprevistas que confunden a la persona que lo utiliza. Ya en este momento, hay varios interventores ocupándose de ello en el cerebro de Carlo: un cerebro irritado, un cerebro rompible. Así por ejemplo, cuando Carlo quiere decir blanco, al final termina diciendo gris. Y cuando quiere decir gris, dice por ejemplo negro. De esa suerte la luz general del lenguaje se va entenebreciendo: se forma un gran charco o engrudo en la zona nominal. La mayoría de las personas caen en la tentación vía el lenguaje. Es un truco muy fácil y por lo mismo muy generalizado. Al final, los seres humanos terminan hechos un marasmo de matices, de contrasentidos, desórdenes sintácticos, burdas metáforas, complicaciones a fondo. Las palabras, en lugar de cumplir con su función de ser filtros de la realidad, de simplificarla y hacerla más accesible, se vuelven algo así como redes, en donde el sujeto se asfixia. Está de más decir que Cabeza sabe muy bien usar las palabras. Con ellas –un gran discurso preclaro– construyó el tejido ontológico.


El grupo de interventores dedicados a minar el lenguaje conforma, dentro de la jerarquía demoníaca, una jerarquía muy extensa, en cuánto a número. La suya, como ya dijimos, constituye una práctica harto difundida. No obstante, estamos hablando de obreros muy especializados, cuyo oficio no es fácil. El compromiso que adquieren es muy serio. Cada encriptador lleva consigo una serie de instrumentos que utilizan para alterar las palabras de forma sustancial.


Sigamos durante un momento a ese (sí, a ese) encriptador que va silbando hasta llegar a la zona de palabras más empleadas por Carlo. Con gran confianza (parecidamente a un electricista que lleva treinta años en el oficio, y lo ha visto todo) le echa un vistazo al cableado neurológico, comprueba con satisfacción que se trata, éste, de un trabajo muy sencillo. Sólo es cuestión de unir estos cables con aquellos y de cortar la comunicación de aquellos otros… El efecto será del todo contundente. A veces, el encriptador (cuyo nombre en este caso es Romel, y a pesar de ser tan gordo, tiene una voz un poco amariconada) se comunica por radio con alguno de sus colegas que trabajan dos pisos más abajo. A media mañana, el encriptador Romel (muy respetado, por cierto, entre los encriptadores) se toma siempre un descanso, para comer un sándwich. Constituye uno de los momentos más sublimes de su día. Luego, vuelve a colocarse el casco encima, los gruesos guantes, que sirven para evitar una transfusión de identidad. Se ha dado el caso de encriptadores que empiezan a hablar exactamente como los sujetos en los cuáles trabajan, a raíz de una maligna e indeseada descarga.

El encriptador Romel dedica varios minutos a capturar todas las palabras de corte creativo que puedan andar gravitando por allí. Es un trabajo mecánico y tedioso, a pesar de que las palabras en sí fosforescen y poseen formas extrañas y divertidas. A veces todas esas palabras se unen, formando un grumo de creatividad. No queda más remedio que romperlo a martillazos.


–Oye, pásame el martillo, ¿quieres?


Dice Romel a su asistente. Estos grumos de creatividad también se pueden deshacer con un ácido especial, hecho a base de óxidos extraídos de ciertas cadenas utilizadas en el subinfierno. Conforme van borrándose todas las palabras creativas de la cabeza de Carlo, van desapareciendo poderosos estímulos que mantenían una cierta  cordura química en su cerebro, y que tenían fuerte incidencia en el proceso mismo del asombro. ¿Qué hacen los encriptadores con todos los residuos de creatividad? Los encierran en cubos que llevan en la espalda. Estos cubos son muy pequeños en términos físicos, pero su capacidad de almacenamiento es por mucho ilimitada. Carlo empieza a sentir un tedio profundo apoderarse de él, un hartazgo como nunca había sentido alguno. No tiene ganas de vivir, de pronto.

Todo lenguaje creativo busca por naturaleza uniones místicas. Estas uniones garantizan la presencia de Cabeza en el individuo. Así que Romel coloca varias trampas de tipo placebo para atraer el lenguaje, con lo cuál la idea creativa busca lo que parece ser (por el brillo, y el movimiento) otra idea creativa, sólo para darse cuenta que ha sido engañada, y ahora se halla en un lugar oscuro y sin aire, en dónde termina expirando asfixiada. Es terrible la manera en que una palabra creativa muere. Tengo algunas fotos del fenómeno: los cuerpos grisáceos, las lenguas de fuera, la expresión seca y ausente, las manos engarrotadas, suplicando. ¿Cómo es que el léxico creativo se deja engañar tan fácilmente, siendo tan inteligente? Es una pregunta legítima. Bueno: la condición para que el lenguaje creativo sea tal, es que sea ingenuo, inocente, infantil: es que sea para siempre un niño. En la mente de los poetas, hay ejércitos de infantes tomándose de la mano, jugando a la rayuela, sacándose los mocos, convirtiendo los palos en espadas, con la sola imaginación derrotando monstruos y enamorándose de princesas sempiternas. Romel es tan cruel que a veces les corta los dedos a las palabras creativas; éstas sangran, vaciándose de toda sustancia celestial. A Romel le gusta cuando chillan. Cuando una palabra está muy lejos, entonces saca el rifle de mira telescópica. Los encriptadores son magníficos francotiradores. Su puntería es proverbial. Los ángeles les tienen respeto por ello. 


Otra cosa que Romel hace con frecuencia es ingresar “conceptos torpes”. Los “conceptos torpes” son categorías verbales de poca densidad crítica, cuya primera función es estandarizar las palabras creativas. Los conceptos torpes son como cárceles ambulantes, reformatorios si se quiere, atmósferas de generalidad en dónde las otras palabras se gastan, se mueren literalmente de cansancio.

A veces lo único que tiene que hacer Romel para destruir una palabra creativa es meterle zancadilla. Así es. Estira la pata con malignidad, y la palabra creativa, que viaja a velocidades tremendas, derrapa, pierde el equilibrio como una motocicleta de carreras en una vía peligrosa, hasta ir a dar a un muro, estallando en una combustión extravagante. Muy pocas sobreviven a un impacto como éste. Y las pocas sobrevivientes pierden algún miembro, o sufren de quemaduras de primer grado, y quedan prácticamente irreconocibles, deformes. Este proceso de deformación se llama banalidad, o vulgaridad. Cuando una palabra mágica/creativa ha sido deformada por la banalidad, o por la vulgaridad, hay muy poco que se pueda hacer por ella. Al final, ella misma terminará quitándose la vida, desesperada por no poder expresarse.

Las palabras creativas, como se comprueba, son fáciles de diezmar.

Oh, pero lo que en verdad es cruel –ya que de crueldad estamos hablando– es esa técnica llamada alienación, que consiste básicamente en introducir en el diccionario de Carlo palabras de alguien más. Romel se ha encargado de ingresar un buen número de palabras tóxicas en el vocabulario de Carlo. Puro envenenamiento. Son palabras particularmente hirientes, puesto que son palabras, para colmo, de su papá. Palabras afiladas como cuchillas, acusadoras, aplastantes, intransigentes, depredadoras. El efecto en las palabras aborígenes ha sido desmoralizador. A Carlo le tomó muchos años formarse un diccionario propio, protegido, digamos seguro, lejos de los embates paternos. Romel se dispone a echar también palabras maternas en el caldo, que son las más vergonzosas de todas. El objetivo de la alienación es acobardar la individualidad de Carlo. Observo lo que Romel hace con repugnancia. Romel me voltea a ver de vez en cuando, nervioso por mis posibles reacciones.

Carlo está como loco; tan loco está, que inclusive se está poniendo la ropa de Laura. Es verdad: la ropa de Laura. Es decir: los calzones de Laura. Es cierto: las calcetas de Laura. Qué tremendo. Este acto de travestirse constituye el último acto imaginativo no violento que le resta a Carlo. Ya todo lo demás ha sido borrado; un espacio en blanco; un espacio frío. Carlo, vestido de mujer, y de rodillas. Carlo, vaciándose por sucesivos esfínteres.

Piensan –los humanos, los muy humanos– que el idioma estará allí, más o menos, siempre. Infravaloran cada conexión semántica, cada posibilidad de sentido. Oh, pero la ausencia de lenguaje es una mansión tan oscura. Cuando uno entra en ella hay un mayordomo: no dice nunca nada, en lugar de boca tiene una boca sellada, piel.

Orgía cabalística de palabras desangrándose. Éste es el lugar de los cuerpos desmembrados. Éste es el lugar de las trepanaciones. Éste es el cercenante lugar. Los pedazos de cuerpo se arrastran, implorando. Fragmentos de sintaxis se lamentan como madres que han perdido sin justicia a sus hijos. Palabras crispadas moran y yacen, en perfecto estado de invalidez. Voces azules y frías, inexpresivas, como sórdidas figuras de cera. Vocablos hundidos en el lodo, en posiciones muy extravagantes. Discursos que muestran sus entrañas, y cuyo olor se extiende a kilómetros a la redonda. La elocuencia ha perdido la cabeza. Pasajes verbales enteros abren los ojos horrorizadamente; no alcanzan a moverse: la columna vertebral rota. Un niño–texto ha salido volando por los aires, hasta quedar depositado en uno de los árboles cercanos, a medio calcinar. Es el fin de la Era de la Labia. Las palabras han perdido la batalla, y un viento fúnebre arropa los cadáveres de estos nobles soldados... El frío.

No sé, no quiero, no puedo, no debo. Me muerdo el puño. Pero, ¿seré cómplice silencioso de esta tiniebla? ¿Me quedaré allí parado como si nada…? ¿Es que el miedo me ha reducido a esto? ¿O me comportaré como lo que en verdad soy: un ángel aparte, un ángel revolucionario? Oh, si no hago algo al respecto moriré en estado convexo, hinchado… Muñones, anomalías florecen en todos mis huesos… Vergüenza. Es tanta la vergüenza… ¿Es ésta la vergüenza de Adán y Eva? ¿De Carlo y de Laura? ¿Seré yo también expulsado del paraíso para siempre, por atreverme a ver, sentir, traspasar, y disentir? Mis ojos están inyectados de sangre. No puedo más. Salto adentro. Empiezo a estrangularlos: los encriptadores que han reducido el lenguaje de Carlo a cenizas. Pero es a Romel a quien quiero –ese maldito me las va a pagar. Los encriptadores huyen despavoridos por líneas sin porvenir: muy pronto los alcanzo, y los desmocho. ¿En dónde está ese infeliz? Los acabaré con…

Romel… ¿Dónde se ha metido, de repente? En la medida en que avanzo en los territorios del lenguaje, me topo con más y más cuerpos, ya ni siquiera muertos: simplemente les ha bastado cortarles a machetazos los tendones de los pies, para que así no puedan caminar.

Me embarco en el Gran Río de la Lengua Madre. A lo largo de la ribera, la vista es decepcionante: caseríos, dialectos primitivos, argots ofrecen un toque de provincialismo raquítico. Algunos aborígenes se paran en la orilla a contemplar la embarcación, hieráticos.

Romel no puede estar por aquí. De seguro ha ido a Ciudad Gramatical, con toda suerte de bandidos y personajes ejemplares, elocuciones audaces, neologismos, sermones eléctricos y poéticos.

Por fin llego a Ciudad Gramatical. Voy de bar en bar, con la esperanza de hallar información vital sobre el paradero de Romel. Pregunto por allí y por allá, mostrando una fotografía del cerdo repugnante; naturalmente, nadie sabe nada. Se levantan y se van; otros continúan bebiendo de su trago, con indiferencia mineral, completamente sellados.

¿Acaso no saben que ellos serán las próximas víctimas de Romel?


Me tomo tranquilo un trago, gozándomelo con cierto júbilo morboso, sabiendo lo que se avecina, acariciando el poder que ya se ha enroscado alrededor de mi columna vertebral. Algo entre la niebla de este silencio general está buscando una salida, a todas luces…

Al finalizar mi bebida, hablo:


–Cantinero.


Pongo el billete sobre la barra.


El cantinero lo recoge con su mano derecha que yo agarro con mi mano izquierda.


El cantinero me observa, furioso.


A gran velocidad, encajo la pistola (que había sacado discretamente de su funda momentos antes) en su boca; él se queda quieto, pero gimotea sin control. Todos en la sala observan la escena. Algunos se han levantado de sus sillas. Pero no hacen nada.


–Ahora –le digo al cantinero–: ¿en dónde está Romel?


–Por favor… No sé nada.


Lo mejor es introducir aún más la pistola en su boca asquerosa.


Le coloco el arma en la sien, para que pueda hablar.


–Está bien, está bien… Prometió dejarnos en paz, a cambio de un poco de colaboración.


–¿En dónde?


Cuando salgo por fin del bar, doscientos ojos están puestos sobre mí, con gélido respeto. El cantinero yace más que muerto, babeante, del otro lado de la barra. Detesto a los soplones. En la escala espiritual, son siempre los últimos en salvarse. Y los primeros en llegar al infierno… Convulsionó un par de segundos, antes de morir.


Al caminar afuera, me da la impresión que estoy siendo observado. Los hay incluso que cierran sus locales y negocios con prisa paranoica: ya saben que habrá problemas. Debo apurarme. Lo que más urge es conseguir un vehículo. El motociclista de la esquina no aprecia demasiado cuando lo somato contra la pared, para posesionarme de las llaves de su hermoso vehículo. Mientras cruzo a toda velocidad la calle, aún alcanzo a escuchar sus insultos. Ni siquiera volteo; sólo me limito a dirigir mi radiante pistola hacia atrás, por encima de mi hombro. La bala le traspasa el cráneo, y luego cae sobre su sucia barba. El viento me estimula el rostro como un susurro infernal. Las luces pasan. Mi pistola todavía humea, luego de su último orgasmo. Supongo que soy feliz, así como supongo que seré más feliz cuando cuelgue a Romel de un gancho de metal y lo despelleje vivo, por crímenes de lesa humanidad.


Me establezco a media cuadra del lugar (un edificio derruido sin ningún signo vital) dónde Romel se encuentra. La motocicleta es como un tigre amaestrado; no se mueve, pero está dispuesta a saltar en cualquier momento.

Bah… Tengo mucho tiempo para esperarlo. Enciendo un cigarro, que se deja chupar con cierto masoquismo. Finalmente, Romel sale, rodeado de su escolta. Lleva puesto un panamá en la cabeza. Escupo. Su carro se adelanta, tornea, prosigue; y yo detrás, por los callejones. No tengo un plan claro en la cabeza… Nunca los tengo... En mi experiencia, los planes son sólo muletas para inválidos cerebrales… Lo que en verdad interesa en la mayoría de los casos es dejar que, además de los enemigos, lo rodeen a uno las circunstancias. Digamos que sólo en tales momentos se activan las fibras más finas de la inteligencia… A un tipo como yo sólo le interesa esa clase de música. No trabaja por dinero, o por esa otra ramera, la posteridad. Trabaja por el arte, por la virtuosa consecución de una venganza y de una justicia. La limusina negra de Romel continúa a un ritmo regular. Entre las terrazas, se adivina una luna llena, traicionera, que desea más de mi atención de la que estoy dispuesto a darle. Talvez lo mejor, lo más simple sería colocarme delante del carro, y simplemente disparar a quemarropa… Un poco brutal, sí, un poco rústico, cómo no, pero quién aquí no ha tirado alguna piedrecilla de vez en cuando, realmente. Acelero un poco. Y entonces noto que la limusina aumenta también su velocidad. Es evidente: saben que voy detrás (aunque he tenido la precaución de apagar la luz de la moto). Bien, las circunstancias entonces…  


La potente motocicleta va detrás de una limusina que resulta hasta cierto punto desconcertante en cuánto a su capacidad de aceleración. Y supongo que Romel tiene a su servicio un piloto que no se parece a mi abuelita… En fin, esto no es nada nuevo para mí. Mientras el acelerador de la moto recibe la dicción única de mi nervio granítico, decido que lo mejor es disparar… La limusina derrapa, mata a alguien, atropella un basurero, choca contra las paredes, no se empotra en la esquina… A todo esto, no puedo evitar darme cuenta que otros dos motociclistas han decidido acompañarme… Van detrás de mí, a pesar de que no los he invitado. Romel tuvo que haberlos llamado. Esa limusina ya está dando muestras de soberbia, realmente. Y yo empiezo a perder la paciencia… Me siento un poco… aburrido. Necesito un poco más de acción, creo. Un poco más de puta acción. 


Lo primero será deshacerse de los dos imbéciles. No es que sean un estorbo real: es sólo que me gusta la sencillez, la progresiva unificación del escenario.


Aparecen más encriptadores, bien armados, hasta los dientes: ametralladoras negras y veloces. No queda sino extender el brazo como si fuera el dedo de Cabeza, y jugar a liquidarlos, como en un videojuego: un videojuego en dónde por alguna razón el narrador siempre sale ganando. Los encriptadores se enfrentan a una verdadera fuerza de la naturaleza: se enfrentan a mí. Cuchillos surcan el aire. Cabezas circulan, cercenadas. La sangre ocasiona lienzos supervertiginosos en las paredes, pero nada de esto detiene mi ritmo: voy detrás de la limusina, como un fantasma de brillos metálicos… Los encriptadores usan gafas oscuras, pero a estas alturas, adivino que en sus ojos hay pánico. Veo que empiezan a desertar… Cobardes… Pronto ya sólo queda uno de ellos (un pobre temerario infeliz, un osado sin conciencia).

Extraigo de mi pantalón de cuero (oh, me ha acompañado en algunas batallas…) un puñal que refleja mi rostro en un momento de eterna confianza. Calculo sin dudar, lanzo el puñal que gira amarillamente hasta ir a dar en la garganta exacta del encriptador, clavándose allí con cierto fervor pasional. El encriptador suelta un: arghh perentorio, su moto zigzaguea como en un raíl borracho, y finalmente entra en la panadería, se incrusta en la fachada traspasando el cristal y, como se infiere, haciéndolo añicos en el acto. Lo único que lamento es haber perdido mi puñal… Tan bella pieza de muerte merecía desaparecer en condiciones más honrosas, creo… Pero no tengo de momento ningún problema con soltar el pasado y hundirme en las ramificaciones de mi porvenir como en las callejuelas de Ciudad Gramatical, en dónde las mujeres son unas rameras tiernas y los niños se mueven en pandillas desalmadas, y los hombres se lavan la sangre de las manos en oscuros baños neurasténicos... Una ciudad desordenada como a mí me gusta. Conozco bien la ciencia de sus calles, sé cómo conjugarla… Cuando termine todo este asunto, iré a divertirme un poco…


Bien: este juego se ha estirado por más tiempo del que me apetece, ciertamente. Es hora de detener esa maldita limusina… Acelero la motocicleta, brutalmente, lo suficiente como para ponerme justo detrás de ella: estando allí, nada me cuesta apuntar a una de sus llantas traseras para hacerla volar en pedazos. La limusina pierde completamente el control, se hunde en una serie de movimientos imprevisibles, hasta estrellarse de lleno en un poste. La calle humea con gases malignos. Me bajo de la motocicleta, a la vez que enciendo un cigarro (sereno, viril). En la calle no hay nadie. Camino hacia la limusina; mis pasos resuenan. El chofer de la limusina está más que muerto: desfigurado. Y Romel, allí está, efectivamente, muy malherido. Una herida grosera se ha hundido en su costado. Me observa, y su respiración es trabajosa, exagerada.


Apunto. Romel no puede moverse: y su mirada es casi triste. Respira un poco más rápido, ahora.


–Ángel –me dice–. Tengo algo para ti.


–No tengo tiempo para estas tonterías, Romel.

–Oh, es sólo un pequeño presente. Algo para que me recuerdes cuando descanses en una de tus nubes.

–Si tienes algo que mostrarme, más vale que me lo muestres pronto.  


–Sí, sí, ya sé. La muerte y eso. Pero la muerte no me preocupa. He sido un muchacho bueno. Sí, he sido un buen muchacho.


Romel ríe con dificultad.


Romel intenta incorporarse, pero no puede. Intenta reírse aún más, pero no puede. Tose. Una cierta lástima más cínica que compasiva me roza el rostro.


–No me movería mucho, si fuera tú…


–Estás jugando a Cabeza, ángel. Sabes que serás castigado.


–Te rogaría que no te metas en mis asuntos. Todavía tengo a mi disposición ciertas formas de hacerte sufrir.


–Vaya, sí que eres sanguinario. Creo que te equivocaste de bando.


–Estoy en mi bando. Es todo el bando que necesito.


–Un mercenario. Definitivamente, las cosas están cambiando en los cielos.


–Deja de hablar. Si tienes algo que mostrar, hazlo ya; y nada de estupideces. Está pistola tiene instinto propio, ¿me oyes Romel?


–Oh, lo sé bien.


Romel, en un último esfuerzo, se desabrocha la camisa. Allí hay una bomba. Y un botón verde. Me aparto de la limusina. Romel presiona el dispositivo.

La explosión es tan fuerte, que salgo volando por los aires, disparado de vuelta al cuarto de Carlo, estrellándome contra una pared.

Romel se ha suicidado, y ha querido suicidarme a mí también. Por fortuna, soy más rápido que él. Pero mis alas están en mal estado, y apenas si puedo respirar... Incluso estoy tosiendo lo que podría ser sangre (si yo no fuera un ser angelical). Todos los interventores que están en el cuarto han aplaudido como si estuviesen en el cine, emocionados por una secuencia buena y superintensa. Hay uno en particular –gordo y chino– que va emitiendo chirridos extraños como los frenos inservibles de un autobús antiquísimo: es su forma de reír. Pegado al techo, hay otro parecido a una gigante polilla que deja caer una baba espesa y confusa: es su forma de reír. Es su forma de decir: esto es jodidamente divertido. Sobre la mesa de noche, veremos a un demonio de barriga preciosa, búdica: se la rasca hasta sangrar: es su forma de reír... No hay más que sacudirse el polvo, y ponerse de pie de nuevo.

Y por si fuera poco, un tren supersónico se acerca al cuarto: es Laura, que ha podido levantarse, finalmente, luego de haber sido violada por Carlo en el estudio.  Ya está abofeteando a Carlo con saña desmedida. Hijueputa. Al parecer lo está desnudando. Cabrón. Y al parecer es ella quién abusa ahora de él. Te voy a matar.

Quiero decir –aunque no sé si debería– que está encajando un tacón puntiagudo, extenso, vitalmente punzante, en el orificio de Carlo. Pendejo. Carlo ni siquiera logra articular una frase coherente, y cómo, en medio de un ataque parecido. Abusivo. El tacón sigue entrando. Maricón. Entra y entra. Sinvergüenza. La entrada del tacón en el esfínter rojizo de Carlo recuerda a un lento apuñalamiento. Desgraciado. Y una vez bien adentro, Laura hace girar el tacón, causando estragos en el recto de Carlo. Asqueroso. Y aún saca el tacón y logra meter el tacón del otro zapato. Repugnante. En la mirada de Laura hay otra mirada más amarillenta.

Laura se ha transformado a sí misma en guerrillera, viste como guerrillera, piensa como guerrillera, habla como guerrillera, todos y cada uno de sus actos, por minúsculos que sean, son los actos de una guerrillera. Resulta intimidante, en primer lugar, la ametralladora, pero más aún el porte, la actitud, la soberbia infinita. Es esa forma suya de no creer sino en la venganza, de querer incinerar cuerpos y cuerpos, de haber perdido algo para siempre, de ser un muñón que sangra, de ir en contravía en el río de la sangre. Hay cuchillos que nacen de su hígado, largos y feos cuchillos de retorcidas formas, que producen chispas y descargas eléctricas. Ahora Laura agarra del pelo a Carlo, susurrándole cosas endiabladas al oído:


–Quiero que te acordés de todas las cosas que me hiciste, mierda.


Y Carlo implora, por medio de su incapacidad de hacer siquiera un gesto de imploración.


–¿Sabés quién te habla? Tu esposa, hijo de la gran puta.


Carlo sigue implorando con su no imploración, que resulta hasta cierto punto más efectiva que su propia imploración.


Cada diente de Laura es en sí mismo un rostro enfurecido. Y no sólo hablo de los dientes de su boca, sino también de los dientes de su vagina. Nótese que sus orejas secretan un aceite amargo, chirriante. Un perro de venas la acompaña, chorreando sangre por el hocico. De un pezón suyo una suerte de pus acre brota, imaginativamente. En su tráquea encontraremos astillas, cosas rotas, zonas violentadas. Sus uñas se prolongan hasta convertirse en pequeños látigos con navajas al final. De modo que cada caricia es un paseo en una sala de tortura. Los órganos internos de Laura ondean como cuerpos atrapados, quieren abrirse paso a través de la piel… Sus labios se despellejan como aquellos de un leproso... No importa. La quiero igual. Pudriéndose. Pudrámonos. Me pudriré contigo, querida. Me haré uno con tu carne muerta. Ha arribado a mi fase necrológica.


Laura se ha tapado, por último, el rostro. Es decir que ha sublimado su propio conflicto hasta llevarlo a un grado de lucha más general, más anónimo, en dónde el dolor separado se funde y se entrega a un dolor más amplio y venerable, sin rasgos particulares. El dolor de todas las mujeres que han sido violadas alguna vez por un animal como Carlo…

Mujeres terribles, curtidas por los sucesivos inviernos de la vida junto al hombre. La náusea moral las ha llevado hasta ese lugar de no retorno. Se dice que los animales están en comunicación con estas valkirias fabulosas, y les avisan cuando el enemigo se aproxima. Se dice que los árboles las esconden en sus cortezas. Se dice que la tierra se las traga. Son grandes hechiceras en su laberinto vegetal, monjas violentas en un reinado mágico, de humedades y pájaros ululantes…


Una característica de estas guerreras es la barba frondosa, tan larga que poseen; es tan larga que incluso les llega hasta los pies. En esa barba residen toda suerte de criaturas, insectos de cientos de patas, escarabajos, coleópteros de toda índole, animalillos de extrañas caparazones y hasta pequeños depredadores, siendo la barba de estas mujeres un ecosistema en sí mismo. Cierto extraño ritual que poseen es amarrarse la propia barba con la barba de la otra, en señal de fraternal unión (no faltan aquellos que dicen que este ritual conlleva un oscuro significado sexual, pero eso aún está por comprobarse). Así que los animalillos de una barba se trasfieren a los animalillos de la barba siguiente, creando un tráfico de animalillos, y eventualmente una reconfiguración de los respectivos ecosistemas. A veces los campesinos remotos de la montaña presencian una visión extraordinaria: una mujer bellísima, de senos voluptuosos, nalgas tiernas, lavándose con extrema delicadeza las barbas. Dicen que aquél que ha visto a una guerrillera lavarse las barbas ha quedado maldito para siempre, y no podrá dormir por las noches, y apenas podrá comer, y llevará la química toda revuelta…

Laura tiene el poder de mil determinaciones, de mil esperanzas sangrientas, hay una muchedumbre en Laura, un pueblo. Algún día, Laura volverá a la gran Vagina, y se perderá en sus humedades creativas.

Laura pasea sobre su caballo, delante de sus tropas, y éstas la escuchan con veneración, con silencio, con profunda lealtad. Su voz se eleva por encima de las lanzas y aterriza como un hacha, como el más grande canto. Oh, sí que sabe cómo inspirar. Sí que sabe cómo despertar los corazones y envolverlos en fuego, en sed, sangre y lava. Ya sus seguidoras están levantando espadas, rugiendo como leones sin memoria. Un pájaro planea en la distancia, describiendo círculos mágicos con gracia y poesía perfectas. Sabe o intuye que pronto habrán diez mil cuerpos rogando perdón, aunque ya demasiado tarde. Y los brazos estarán de rodillas. Y las cabezas estarán de rodillas. Y las piernas estarán de rodillas. Y los hígados estarán de rodillas. Y las aortas estarán de rodillas. Y los dedos estarán de rodillas. Y las rodillas estarán de rodillas. Todo estará de rodillas.

La comandante Laura da órdenes.

Da órdenes a sus flechadoras.

Una lluvia de flechas descenderá sobre el frágil castillo llamado Carlo, causando una horrenda composición de carne y tripas. El equipo de flechadoras que Laura tiene a su disposición es el mejor en toda la faz de la tierra. Las ama profundamente, desde su toda su grandeza de monarca. Con gusto se bajaría del caballo para acariciarlas, pero sabe también que debe guardar la compostura, una cierta relación con el sol, lo único más importante que ella, lo único más cruel en este mediodía sin fin. El castillo de Carlo, casi sin paredes, tan frágil, y tan destruido de antemano… Los cuerdos ojos de las flechadoras lo saben, y casi hay compasión en sus corazones, casi hay un grado de arrepentimiento, una momentánea transferencia al lugar en dónde sus enemigos tiemblan, como borrachos desenmascarados. Son como sus hermanos, salvo que están del otro lado, salvo que merecen morir. Nos veremos en lo más rancio de la noche, canta el ejército de Laura.

Finalmente, las flechadoras se ponen en posición. Se ponen en posición con la más grande de las solemnidades. Especie de momento perfecto cuando estiran las cuerdas de los arcos. Especie de momento perfecto cuando el cielo sopla dentro de la realidad, como si fuera un globo, y la realidad se hincha, se hincha, se hincha más, hasta llegar a su punto más loco y exagerado. Un gran globo rojo, a punto de estallar, elevándose por los aires y todos observan la escena desde abajo, pasmados, idiotas.

Sueltan las flechas. Laura ha dado la orden. Una nueva generación de flechas se acerca al cielo, cada flecha queriendo traspasar el corazón de una estrella.

Laura las observa partir. Extasiada. El rostro blanqueado por el efecto de maravillarse. Alguien la podría golpear en este momento en la cara, clavarle los nudillos con fuerza descomunal, que probablemente no sentiría nada, se quedaría con el mismo rostro beato.  Ahora mismo, estoy participando de la perfección de Laura. Es lo que llamamos en el cielo un túnel de contemplación. Siempre hay por lo menos un túnel de contemplación sucediendo en cada ámbito terrenal. Ciertos humanos se han vuelto expertos en encontrarlos. Migran de túnel de contemplación en túnel de contemplación. Nunca conocen la desdicha. Son virtuosos. Los ángeles tenemos la habilidad de ver los túneles de contemplación de forma manifiesta. De igual manera, también somos capaces de ver los túneles de miseria.

Las flechas llegan a su cenit, en dónde brillan envueltas en gloria, y luego, cegadas por tanta virtud, se descuidan, la soberbia ingresa en ellas, y las hace bajar: descienden de cara a la muerte que las espera, que ellas mismas van a causar.

Carlo grita a sus soldados: “Soldados, tomen resguardo”, porque ya viene la tempestad de flechas. En los soldados de Carlo no es difícil percibir el terror, el terror perfecto que pregunta: “¿No será una de estas flechas la flecha que me traspasará por fin la garganta, el hígado?”.

La nube de flechas avanza a una velocidad intimidante, en efecto.

Varios de los soldados de Carlo están como paralizados. Quizá han percibido una forma de belleza en eso que se acerca. Lo cuál es respetable. Libertad más allá del tiempo y del espacio. Encuentro cercano con el Ser. Sentimiento de estar vivo por fin. Es respetable morir desnudo, sin prejuicios, sin rechazo, sin afinidad calculada. Carlo lo sabe, observa cómo varios de sus soldados se abandonan a este momento, se suicidan cantando.

Algunos interventores van sobre las flechas como brujas sobre la escoba, como jinetes sobre un caballo maligno. Los interventores van dirigiendo las flechas un poco a la derecha o un poco a la izquierda, un poco arriba o un poco abajo… Como siempre, los interventores hacen trampa.

Las flechas saludan a sus víctimas. Las flechas se quitan los zapatos, primero, y luego entran, perforan, desgarran, crean en el acto masivas hemorragias en órganos importantes. Las flechas se prenden a los combatientes con pasión en verdad animal, parásitas, se instalan, sin más. La sangre bulle, sale a borbotones, se expresa artísticamente, hace la obra de teatro de la sangre, teatraliza. Canta su aria inmortal. El dolor es sencillo, insoportable y manifiesto. Algunos vomitan, de puro dolor. Otros se limitan a sangrar, a no decir nada sufriendo. Los interventores aprovechan y se introducen por las heridas. Una desgracia.

Los cadáveres han quedado clavados al suelo. Una anciana les roba sus últimas pertenencias. Los heridos ni siquiera la observan; tienen la mirada puesta en los ángeles. (En efecto, una miríada de ángeles sobrevuela el castillo de Carlo, en busca de almas.) Están suavecitos, por fin. La dureza había sido su capricho. Ahora lo entienden. No había necesidad de vivir rígidamente. El frío les lamerá los huesos pronto.

Lo más tremendo: ese soldado que está sentado, a pesar de tener una flecha clavada en el ojo, y que está cantando. ¡Cantando! Es lo único que se escucha aparte de los gemidos.


Carlo crispa las manos. Pero no hay tiempo para lamentaciones. Es hora de pelear. En efecto, empieza a dar órdenes. Que muevan los cuerpos, que los soldados vivos se reagrupen, que si han de morir en esta batalla maléfica, morirán como hombres. Los soldados parecen reaccionar un poco ante el estimulante Carlo, que está como poseído; su alma de guerrero en llamas suelta humo negro. Honor humeante. Sus dientes tienen dientes. La armada de Laura se acerca a las paredes del Carlocastillo, diseminándose como un enjambre celular. Ya están poniendo las escaleras gigantes… Un gran zumbido sale de la tierra, desde el barro de las uñas. Carlo observa, desde su atalaya, altivo.


Levanta su espada que brilla causando mil esplendores. Momento brioso, seminal, genésico, bíblico, tejido a mano con el hilo de la mitología sin fin. Para siempre las crónicas recordarán esta configuración histórica. Las guerras se justifican por momentos como éste. Las guerras se subliman por convicciones semejantes. Lo bonito de las guerras es que nunca falta una criatura dispuesta a sembrar un momento así en el fragor de la carnicería.


Entonces, Carlo deja caer la espada con un gesto seco, al igual que un maestro de orquesta deja caer su varita rigurosa, al inicio a la sinfonía. Los soldados de Carlo saben interpretar la orden: liberan el aceite hirviente sobre las tropas enemigas, como una catarata. A ello le sucede un lenguaje de rostros desfigurados, de cráneos pelados por lo ardiente. Las escaleras gigantes son sucesivamente rechazadas. Hombrecitos caen desde las alturas. Ese asunto del aceite hirviendo no es menuda cosa. En un segundo ocasiona quemaduras repugnantes: he visto soldados sin labios y mejillas, después de una de estas duchas infernales, con los ojos completamente desvanecidos. Con los dedos al hueso. Y el olor, insoportable. El olor de la guerra en general es insoportable. El olor de la sangre es insoportable. El olor de los hombres cuando se cagan del miedo es insoportable. El olor de los gusanos es insoportable. El olor de las espadas sin dueño es insoportable. Y el olor de los tratados de paz es insoportable.


Ramera asquerosa. Indecente y hedionda. Bruja de las alcantarillas. Traicionera. Súcubo. Puerca. Malagradecida. Repugnante error de la carne. Pestífera contracción de los intestinos. Arpía de los infiernos. Princesa de los sumideros. Traidora. Cochina.  Depravada. Amante de lo invertido. Ingrata. Mugrienta sirvienta del diablo. Viciada. Podrida. Impía. Basilisco de las profundidades. Mensajera de la perdición. Fuiste educada en los desagües, maldita. Vete de vuelta a las regiones del mal, marrana. Grasienta hija de mil putas.


Cosas como ésta grita Carlo desde su atalaya.


El aceite hirviendo que cae sobre las tropas chamuscadas de Laura no es otra cosa que el lenguaje usado por Carlo para destruirla, desvirtuarla, y subvalorarla. Precisión semántica despeñándose sobre su reputación misma. Se da la situación de un caos, un desprendimiento violento del sano juicio, un aborto fantástico en las filas del ejército atacante, pero ahora atacado, una poderosa ruptura, un resquebrajamiento de la fe militar. Laura destripa un pájaro con su mano derecha. ¿Cómo es que se atreve, ese infeliz? Los cuerpos se han agolpado, formando montículos que son tan altos como las paredes del mismo castillo. Por lo menos, ya no harán falta las escaleras para subir… Cómo se apilan. Es casi aburrido. Una modorra. Los conejos blancos comen los ojos de los interfectos. El aceite sigue cayendo. Hasta que por fin cesa. Ya no hay más aceite. Pasemos pues a otra cosa. Pasemos a lo siguiente.


Y lo siguiente es Laura dando órdenes –ahora ella– a diestra y siniestra. Su voz logrando traspasar los distintos recintos en dónde el absurdo se ha concentrado, se eleva por encima de las oraciones de hombres irracionales muertos de miedo, acuña los cerebros más desesperanzados. Es como si tuviera un megáfono especial, que transformara las palabras en águilas de inspiración, en dardos de coraje y viril vitalidad. No es posible determinar con exactitud esta cualidad de Laura, esta capacidad suya de redireccionar a sus mujeres, y alistarlos en un santiamén para el resto de la batalla, haciéndoles creer que no hay mayor destino que ser traspasado por una lanza a estas horas de la tarde.


Las catapultas.


Verán: si es cierto que Carlo cuenta (o contaba, pues se acabó) con un recurso tan poderoso como el aceite, Laura tiene a su disposición otra magnífica tecnología, la catapulta. Laura ha escogida bellas piedras–palabras, redondas, casi esculturas. Piedras más duras y testarudas que el mismo Cabeza. Allí va: la primera piedra. Se eleva por los aires. “Cuidado, es una piedra”, dice uno de los soldados. Retrocede espantando –tan espantado que pierde pie, y cae a uno de los patios interiores del Carlocastillo, entre las gallinas. Luego vienen las demás piedras. “¿Y tu padre?”, le preguntarán al joven campesino, años después. “Murió debajo de una piedra, en la Guerra Carlista”. Y le pondrán una mano en el hombro, en señal de lástima. Bajará la cara de la vergüenza. Puesto que no hay nada más deshonroso, más estúpido sinceramente que morir atropellado por una piedra. Es hasta cierto punto cómico. Más valdría morir desangrado a golpes de rebenque. 

Parásito. Maricón. Me cago en tu madre. Imbécil. Cerdo. Judas. Desalmado. Mojigato. Gusano. Perro asqueroso. Sátrapa. Muerto de hambre. Microbio. Estropajo. Ladrón de ilusiones. Inútil. Cretino. Perturbado. Cabrón de mierda. Insecto. Bastardo. Malnacido. Asno. Burro. Mula. Cucaracha. Holgazán. Rata nauseabunda. Mono. Ruin. Uusurero. Vagabundo. Tarado. Egoísta. Sabandija…


Carlo responde como puede (leprosa, lesbiana amargada, pendeja, malparida…) pero el golpe ha sido duro, se tambalea, casi cae…


Los soldados carlistas han sido destripados como cucarachas por otra gran piedra. Los soldados más cercanos que lograron sobrevivir observan con horror el monumento circular. ¡Y saben que más piedras vienen en camino! ¡Que no hay guarida que resista el peso de estas criaturas minerales! Algunos están considerando sus posibilidades de huida, más bien pocas, puesto que el castillo no tiene muchas salidas, y Carlo se ha cuidado de sellarlas bien. Otra piedra cae encima de uno de los corrales principales. La comida… Una tercera piedra sobre el establo. Incluso hay un aerolito que cae sobre el bufón, quien se había asomado a una de las ventanas, y ahora no es más que caldo de bufón. La reciente victoria del aceite parece de pronto muy lejana. ¡Corran! ¡Corran! ¡Allí viene otra! Y bum. Los huesos crujen bajo el peso del asteroide, inmune a los gritos de los aldeanos, que no tienen nada que ver, como siempre, con lo que está pasando.


Y la guerra se extiende durante noches y días. Una guerra cruenta, sin pies ni cabeza, sin orden ni logos. La sangre forma figuras extrañas en las paredes. Las espadas se cruzan ruidosamente, apocalípticamente. Las cotas de malla son perforadas por los filos sardónicos. Los cascos ruedan huérfanos. La locura se ha establecido como un patrón general en el campo de batalla. Una locura que se funde con la parte oscura del idioma, que conjura insultos que son hachas descendiendo a toda velocidad sobre un cráneo desnudo, mazas rompiendo dientes y quijadas y narices, hundiendo costillas, bolas de metal, picas perforantes, espadas de doble filo rebanando filetes de carne, ballestas impúdicas, alabardas voraces, veloces puñales, clavas indómitas, sorpresivos alfanjes, convincentes manoplas y bolas de metal…

En tal momento de agonía, en tal momento en dónde Carlo muere bajo el peso opresor de Laura y su armada sanguinaria, el teléfono toma una decisión difícil, muy ardua, una decisión que es sólo comparable a practicar la eutanasia con un ser querido: el teléfono decide ponerse a sonar. Ni Carlo ni Laura escuchan el teléfono (andan demasiado embebidos en su guerra) pero yo lo escucho, con nitidez. En realidad, es como si el teléfono estuviese sonando dentro de mí. Es una sensación muy extraña, o lo sería si yo fuera humano, pero no soy humano: soy un ángel, un ser construido para experimentar este tipo de cosas sin titubear. Sé bien lo que esto significa. Es decir, esto sólo puede significar una cosa. Es curioso, soy un ángel, es cierto, y sin embargo, experimento una sensación que no le corresponde a ángel alguno: miedo.


El teléfono suena, y no puedo dejar de notar –con cierta auténtica preocupación, no mentiré– que el teléfono al sonar también suda. Quiero decir que el teléfono está sudando. ¡Sudando! ¿Qué clase de llamada se esconde en el fuero interno del teléfono como para que éste se ponga tan nervioso? Suda, castañetea, y se muerde las uñas. Hay que contestar de una vez: es lo que hago. El teléfono se encuentra en tal estado nervioso que no puede evitar sobresaltarse cuando tomo el auricular. “Tranquilo”, le digo: “no pasa nada”. “¿En serio?”, pregunta sardónicamente, retemblando. “En serio”, respondo. “Bueno, no es lo que me han dicho”, indica el teléfono. “¿Qué es lo que te han dicho?”, inquiero. “Que las cosas se han puesto negras”, explica el artefacto.

Decido obviar los comentarios del teléfono y de una vez ponerme a hablar:


–Alo, bueno.


Es Cabeza.

La voz de Cabeza es grave. La voz de Cabeza es antigua y poderosa. La voz de Cabeza es como una oscuridad bien tupida.


–Ángel tierno, ¿por qué me has traicionado? Pues bien: te he condenado a tener, en lugar de genitales, un machete entre las piernas.


–¿Un qué, Señor?


–Un machete. ¿Quieres hacer el amor con humanos? Los matarás en el acto. Recapacita. Injusto es que un ángel decida intervenir en el libre albedrío de dos seres humanos, y aún se atreva a burlarse de Cabeza. De ahora en adelante, serás el hazmerreír de toda la corte celestial. 


Seguidamente, empiezo a sentir una sensación intensa entre las piernas. Dónde antes no había nada, ahora se ha formado un pequeño pico metálico, con vellos alrededor. El pico metálico crece y crece hasta convertirse en un gigantesco machete de acero inoxidable. Es el pene que Cabeza me ha dado. Es lo más horrendo que he visto. Casi inmediatamente, el machete se pone erecto.


–Ahora conocerás el deseo y conocerás la culpa –dice Cabeza.


El deseo es como ser desmembrado por mil caballos invisibles.

La culpa es más bien como estar sin aire, como estar ahogándose.


Acto seguido, decido arrancarme esta atrocidad. Sólo consigo cortarme las manos con el filo sonriente, esplendente del machete. Cabeza parece divertirse a lo grande, a costa mía. 


Es más: se está retorciendo ya de la risa, en el suelo, como embrión. Es ignominioso.


La risa de Cabeza se va amplificando hasta alcanzar una densidad presencial, hasta convertirse en una especie de mantra profundo y cavernoso. Como un gran túnel sin solución. Estoy perdido en ese túnel majestuoso, sin dirección visible. Un viento callado surca y zurce la caverna, trayendo una melancolía espantosa. Noto que en el suelo de la caverna yace el teléfono. Me parece que lo más conveniente es dejarlo colgarlo.


Así que cuelgo el teléfono. El machete ronronea débilmente. Me acuesto en la alfombra. Medito. Me levanto. Considero mis opciones. Cavilo en la posibilidad de arrancarme el machete con el auxilio de otro machete. Decido que tener un machete entre las piernas no es el peor de los destinos. Con la ayuda de una piedra, afilo el machete. Afilar el machete me produce un placer intensísimo, delicioso. No he sentido algo semejante nunca antes. Lo afilo un poco más. Y un poco más. Y un poco más rápido. Un intenso orgasmo recorre la hoja del machete. Talvez existan otros como yo con un machete entre las piernas. Talvez podamos formar una comunidad espiritual de ángeles–machete.

Talvez no soy el único.

No sé cómo caminar con el machete colgando, que rebota torpemente entre mis muslos.

Tener cuidado; no cortarse...


Bien, decido hablarles: a Laura y Carlo. Lo mejor es decirle la verdad a estos dos antes de que se terminen matando. “¿No crees que debo hablar con Laura y Carlo?”, le pregunto al machete. Pero el machete ha asumido un cierto tono de indiferencia. Me pregunto cuál será la reacción de Carlo y Laura cuando escuchen lo que tengo qué decir. No todos tienen el mismo grado de receptividad ante esta clase de explicaciones supernaturales, después de todo.


Laura y Carlo andan bien trenzados. Odio puro. Uñas y puños y sangre. Están cubiertos de sudor y miseria humana. Pero lo que se dice cubiertos. Hay que detenerlos. “Hijos míos: escuchen”, anuncio. No me escuchan, por cierto. Habrá que hablar más fuerte: “He dicho: Hijos míos, escuchen”. Y entonces ambos levantan la cabeza. “Gracias”, añado. Los dos están estupefactos. Se miran el uno a la otra y la otra al uno, completamente, moralmente pasmados. Sus cerebros batallan por salir del atolladero–contradicción en el cuál se han enfangado, tratando de establecer nuevas líneas neuronales que les permita procesar con gracia la información que se les ha presentado, y que no halla ningún parangón conocido en toda su experiencia pasada. Son bellos, pero no dejan de ser humanos. “No teman”, trato de tranquilizarlos. Carlo se acuclilla para ver debajo de la cama. Laura abre el clóset. “Nadie los está espiando: soy Invisible”, aclaro.


“Escuchen”, digo. “Ya terminen. Ya dejen de pelear. Tienen que dejar de pelear. Es imperativo. Es necesario. Este odio que cubre sus corazones es obra de terceros. ¿Por qué no se miran a los ojos? Sabrán que aún se aman. Que en verdad no quieren hacerse daño. Dejen las armas. Firmen una tregua. Abandonen de una vez esta locura interminable. ¿No ha corrido ya suficiente sangre? ¿Eh? ¿No se ha oscurecido lo suficiente el aire? ¡Es una carrera hacia el abismo! ¿Acaso quieren morir? ¿Es eso lo que quieren? ¡No, mil veces no! Ustedes quieren vivir sanos, felices, en compañía de hijos futuros. Eso es lo que en verdad desean. Quieren ver televisión los viernes por la noche hasta babear dormidos. Quieren decirse ‘buenos días’ cada mañana. No tengan miedo de ser ustedes mismos. No tengan vergüenza de amar. ¡Amar sin humillación, por fin! Concédanse una oportunidad. Adelante, derriben ese orgullo. Tómense de la mano. Las cosas no son como parecen. ¡Expulsen las bestias demoníacas! Sean libres. Rompan cadenas. ¡Griten! Algo los espera la otra orilla. ¡Algo maravilloso!”


La verdad es que Laura y Carlo no saben de dónde proviene la voz, mi voz. Y tienen miedo. Y ya sabemos adónde lleva el miedo. Se están comiendo las uñas. Todo lo destruyen. “Deténganse. ¿Qué hacen?”, reclamo. Carlo, Laura, dan vueltegatos en el suelo, lamen el espejo, dibujan extraños jeroglíficos en la pared. Carlo, Laura, arrancan páginas de los libros, se masturban sin piedad. Carlo, Laura, se cortan con unas tijeras, o se quedan quietos, quietos, quietos. Carlo, Laura, se visten de payasos, se arrancan las plumas. Carlo, Laura, beben la orina de la locura…

Deciden por lo tanto seguir matándose para así esconder el miedo que les provoca esta voz venida de ninguna parte. Ello quiere decir que a estas alturas se están estrangulando mutuamente. Las espadas entrechocan causando un escándalo metálico de dimensiones cósmicas. Incluso el atardecer sangra. Incluso el atardecer está herido. El suyo es un sangrar sucio y glorioso. Las dos armadas son como dos ríos, que colisionan. Carlo dirige a los suyos con furia. Laura no retrocede. Entre tanto fragor, mi voz se ha perdido. Definitivamente, ya no pueden oírme. Es hora de tomar medidas… radicales.


Esto significa, básicamente, que decido manifestarme visualmente, por medio de mi silueta epifánica. Para un ángel, es significativamente importante esta decisión: no se toma así nomás. Supone que se debe cumplir con un propósito poderoso en el campo de lo carnal. Un gran momento de gloria y humildad. En mi caso, se trata de una medida desesperada por amortiguar esta carnicería infame.


Bien, pero… ¿qué pasa?, ¿por qué no puedo manifestarme? No entremos en pánico. Talvez sólo he perdido el hábito, nada grave, estoy algo oxidado, es todo… Cuestión de intentarlo con más fuerza, de concentrarse. Y sin embargo, no está dando resultado. Decido descansar por unos minutos, caminar alrededor del cuarto, tranquilizarme. Talvez la misma presión por hacerlo bien me está inhibiendo, de alguna forma. No sería la primera vez que esto sucede. De hecho, ha sucedido miles de veces, a miles de ángeles. Vuelvo a intentarlo de nuevo. Ciertamente, no hay razón por la cuál sentirse avergonzado. Es incluso frecuente; lo que pasa es que se trata de un tema tabú entre la corte angelical, lo cuál, desgraciadamente, lejos de resolver el problema, sólo aumenta su gravedad. Me siento en la orilla de la cama, extenuado por el esfuerzo. No sé qué hacer.


¿O es que? … ¿Acaso…? Quizás… ¡Sí! ¡Exactamente! ¡Es Cabeza! ¡Me ha inhabilitado! ¡Me ha bloqueado el canal de la epifánico! Siempre he sabido que Cabeza juega sucio, ¡pero esto! ¡Es inadmisible! Quiere decir que estoy condenado a no poder ser visto por Laura/Carlo... Oh, la humillación. Oh, el desencanto. Oh, las ganas de no vivir. Oh, esta ciudad de puentes solitarios.


Me mareo y me quedo sin aire. Un viaje en picada desde la estrella más alta. No es cualquier espectáculo ver a un ángel cruzar los escenarios cósmicos, como un peso mudo. 


Así sigo, hasta estrellarme en una pantufla, en una pantufla de Carlo.


Pasadas las horas, decido levantarme, a ver cómo va la batalla Carlo–Laura.


La muerte ruge como un león herido. El viento expira entre espadas. La sangre metálica fluoresce. Número abismal de cadáveres. Imperios de bacterias ya preparan su peste. El azul de las cavernas se posesiona de los rostros. Nunca tantas cotas de malla habían sido tan inútiles. Los fluidos definitivos han encontrado una posición confortable. Y por si fuera poco, el hedor, parpadeando cada vez más rápido. Lo final se ha hecho presente.

Laura gesticula, con unas tijeras amenazantes en la mano. Carlo le pega a cada cosa: al espejo, quebrándolo; al clóset, rompiéndolo; al devedé, arruinándolo; al cuadro en la pared, echándolo a perder… Su único punto de vista es el de un macho enfurecido: cinco mil generaciones de machos brutales bullen vitales en su sangre. Toda la precisión viril que se ha venido acumulando desde el principio de la humanidad se ha establecido como patrón violento. Laura a la vez responde; sus dientecillos bastante filudos muerden las patas de las cosas, desgarran los almohadones, arrancan literalmente pedazos de alfombra. Las lámparas, al suelo. La máquina contestadora, incrustada en la pared. El techo, agrietado. Las mesas de noche, de cabeza. La puerta, con tremendo agujero. Las gavetas del mueble, en escombros. 


Laura se ha puesto muy emocional. Ha llegado al punto más emocional de la conversación: el suegro.


–Es un borracho. Un alcohólico. Un bueno para nada vagabundo. ¡Me tocó! ¡Aquí! Metió su mano en mi pantalón. Me rozó con sus gordos dedos.


Laura está como histérica.


–Mentirosa. Ramera mentirosa. No te atrevas a hablar así de mi padre.  


–Se lo diría en la cara si estuviera aquí. Le escupiría en la cara si lo tuviera enfrente.

Carlo sabe, pero niega, que esto pueda ser verdad. Carlo fue abusado por su padre, siendo niño. La negación es una conducta bastante imperecedera. La tensión hace que Carlo desarrolle escamas en la espalda, como una especie de reptil.


–No eres más que un parásito de tu propio padre. Vives de sus líquidos, de su sangre muerta. El veneno suyo tuyo es. Su locura tu locura. Te mueres junto a él. Te arrugas junto a él. Te enlutas junto a él. Te desintegras junto a él. Te haces nada junto a él. Agarrados de la mano, caminan juntos al patíbulo. La misma condena los hipnotiza. Los dos están ciegos exactamente de la misma manera. Sus hígados son intercambiables. Un solo corazón late tenebrosamente por los dos. Es un cuerpo con dos espaldas atrofiadas. Una bestia, una deformación. Cuando uno suda, suda el otro. Cuando uno se masturba, ambos se retuercen de placer. Engordarán a ritmo igual. Morirán, estoy segura, de las mismas manchas en la piel. Oh, sus cadáveres serán idénticos, como dos gemelos que hubiesen sido quemados en el mismo fuego, que hubiesen ardido de la misma manera. Los mismos gusanos vendrán a succionarlos, a robarles la memoria.


–Necesitas ayuda, Laura. Te has vuelto completamente loca. Te has vuelto completamente paranoica. Exudas miedos. Tus manos tiemblan todo el tiempo, como las manos de una bruja intoxicada. Necesitas ayuda profesional, psiquiátrica. Es necesario que te encierren en un manicomio durante un milenio por lo menos. Necesitas que una multitud de enfermeros te vengan a recoger. Y te inyecten mil sustancias que te tranquilicen. Y te amarren a una cama. Tu cerebro está muy enfermo. Tu cerebro es como una medusa que secreta bilis. Qué cerebro más viscoso. Me da asco sólo de pensar en ese cerebro tuyo fabricando realidades tan repugnantes. Habría que ponerte en lo más alto de una torre muy alta, junto a todas las cabezas de las personas a las cuáles les has hecho daño. Cabezas azuloides, grisáceas, con la lengua de fuera, y los ojos cruzados.


–El único problema aquí es que a ti ya no se te para. Eso. Ya no se te para. Y por lo tanto ya no me tocas, ya no sabes cómo tocar a una mujer. Alguna vez supiste cómo tocar a una hembra… Pero eso fue hace tanto tiempo… Eso fue hace doscientos años... Tus genitales se han ido encogiendo: más y más chiquitos. Pronto se convertirán en las puras semillas de la nada, serán como el viento polinizando el vacío. Tus dedos se han podrido de no tocar, de evitar la piel. Están negros y duros como los dedos de un cadáver extravagante. Voy a hacer que me penetren mil hombres. Voy a salir a la calle y pedirle a cada hombre que encuentre –mendigo o loco– que me haga feliz, que me complazca, que me penetre, rectalmente. Y mis gritos de placer atravesarán kilómetros hasta llegar a tus oídos. Mis piernas estarán abiertas a cualquiera.


Laura continúa su letanía histérica:


–Sobre todo, quiero decirte que mi vida contigo es aburrida. No soporto más este tedio infinito, este hastío insaciable, esta inmundicia melancólica. Este extrañar siempre algo que nunca llega. ¿No te das cuenta? Se me pudren las uñas. Mis articulaciones se oxidan. Mis ojos, puros nidos de araña. Mi aparato digestivo se ha detenido. Mis pensamientos se han convertido en un engrudo pegajoso, en dónde las moscas se empantanan. Me has condenado a la asfixia. El mundo es más pequeño a tu lado. La televisión es mi única compañera. Eres el Devorador de Movimiento. Eres el Paralizador. Tu apellido es Apoplejía, Derrame, Paraplejia. Te dicen: el Degenerador. Te dicen: el Inmóvil. Te dicen: Dios. Sí: eres como Dios: todo lo vuelves Eterno. Prefiero estar en el mismísimo Infierno que estar a tu lado. A tu lado la vida es un gramo inútil. No es divertido escuchar el aire entrar por el agujero de mi vulva vacía. El polvo se ha puesto sobre las cosas: el polvo: el tiempo muerto. Establecido sobre las cosas como un error inerte. Mortífero, progresivo, milimétrico. Oh, mis manos, oh, metabolismo. Has desafiado cada una de mis células, y terminado por aplastarlas, por insuflarles una Nada Penetrante. ¡Estoy tan avergonzada de no moverme! Las momias son demasiado rápidas para mí. Se burlan. Son crueles. Juegan a electrocutarme.


Laura no se detiene, Laura sigue replicando:


–Mi tablero de ajedrez consta de una sola casilla muy negra. ¡La reina ha sido enterrada viva! Araño las paredes. Grito, he gritado, cómo no, pero en este cementerio hay una tumba y nadie viene a verla, especialmente tú no vienes a verla. De vez en cuando, solamente, acude un hombre: y está sordo. Sordo como la luna en ciertas noches frías… Oh, los insectos. Los insectos sin memoria. Cumplen con su labor paciente. Y qué labor sin duda: hartarme viva. Hablan en lenguajes filosóficos y monótonos. Los fogonazos de la tele hacen brillar sus diminutas patas. Se meten por mi ano y me trepan a la garganta, y se comen mis gritos. Beben mis lágrimas y se instalan en mis axilas. ¡Este hormigueo, este mar! Son como las letras de un libro cuya trama no avanza. Una Obra Brutalmente Inútil. A veces, en esta oscuridad, te llamo… O simplemente imagino que te llamo. Me rasco y me rasco. Y me sigo rascando. Me he rascado tanto la panza que ahora tengo un hoyito. Mis venas son blancas, pálidas. Pálidas y blancas. No me queda nada. Ésta es la vida marital. Me ha tocado a mí ser tu cónyuge maldita. 

Carlo ya no dice mucho en realidad. Está completamente extenuado. 
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