M A U R I C E E C H E V E R R Í A

(5) PELEA EN COMEDOR

Me he sentado en una de las sillas del comedor, a rumiar mi derrota. La frustración es una estaca silenciosa y bien afilada en dónde uno se sienta, a observar los murciélagos seducir la noche.


Algo me distrae: alguien.


Se acerca a un paso regular y viendo a su alrededor, admirando el paisaje. Lo reconozco. 


Es Bilisiblis.


Nos ponemos a hablar. Cinco minutos hablando, y ya me tiene abrazado por el hombro, somos grandes amigos. Sensación de tibieza. Sensación de no ser juzgado. De veras escucha. Receptividad absoluta.

Y cuando expresa puntos de vista, lo hace con una seguridad bestial: grandes gestos libres y redondos. Es lo que necesitaba y he necesitado siempre –un interlocutor.

Esta jornada resultó ser bastante interesante, después de todo. Ojalá nunca termine. Ya lo demás se hunde en ecos de lejanía, retirándose como gato asustado.


Tomamos el café. La mesa es larga, pero nos sentamos juntitos, hablando callado o despacio, en susurros cómplices. Esta luz violenta o suave. Estos dedos que casi se buscan… El reloj parpadea bien rápido, como excitado…


Va diciendo:


–Conozco bien tu situación. Como sabes, yo mismo pasé por algo parecido… Así que no temas. No estás solo.


–Algunos dicen que no eres de fiar, Bilisiblis.


–¿Y te atreverías a poner la mano al fuego por estas personas? ¿Ves mi punto? Pero no los culpo. Necesitan un punto de referencia, aparte de Cabeza. Porque Cabeza es más bien una cosa vaga, abstracta, un cielo azul, sin nubes. Pero el problema es que a dónde se mire es todo lo mismo. Por eso necesitan algo con personalidad… algo como yo… El mal es reconfortante. Les doy un lugar en el universo.


Y sigue Bilisiblis:


–Te invito a ver. Mira con tus propios ojos. Necesitas conocer el resto de la ecuación. Porque hay una ecuación. Mira: siento simpatía por ti, no puedo ocultarlo. La verdad me gustas. Creo que eres como una…


Y así va diciendo cosas bonitas. Me parece que me estoy enamorando, que todo lo que dice es cierto, su razonamiento, su forma de mirar... La alfombra del comedor asiente, más tierna que de costumbre. Bilisiblis lleva puesto un saco blanco impecable. Marejadas de pájaros estallan libres en la luz súbita. Espuma. Mar inmaculado. Los nigromantes se retiran, derrotados…


“Está bien”, asiento, “iré contigo”. Bilisiblis se pone tan feliz. Baila. Corta una flor. Me la regala. Corre una cuadra. Regresa. Es un niño. Niño más que ángel. “Te presentaré a mi gato”, dice. “Su nombre es Práctico”. “Iremos a tomar unas copas con mis amigos: ya verás cómo te caerán de bien. Nos pondremos borrachos; iremos a los parques.”

Y de pronto se pone serio: “Sólo hay una forma de entrar al infierno. Es entrando en mí”.

Y agrega: “Yo soy la Puerta al Infierno”.


Diciendo esto, Bilisiblis se desabotona la camisa: en efecto, allí hay una puerta. La puerta se abre con un chirrido largo, acuchillante. Lo negro se manifiesta. “Ven –dice–, no pasa nada”. Mi primera reacción, como es de esperar, es de desconfianza. Pero luego miro su sonrisa, y pienso que no tengo nada que perder. Ingreso.


Me succionan estrechos ductos peristálticos. Estoy siendo digerido por las interioridades enigmáticas–gramaticales de Bilisiblis. No es un proceso particularmente desagradable: no para un ángel como yo, que ya ha metido su nariz en las regiones materiales por tanto tiempo. Es un poco aburrido, eso sí. Pasada la primera impresión, sólo queda un gorgoteo mecánico y burocrático, un tedio de contracciones, un intercambio soporífero de líquidos.
A veces se encuentra uno en el camino con otros deglutidos que por alguna razón no alcanzaron a llegar al otro lado. Son los Náufragos. A lo mejor se resistieron; a lo mejor quisieron agarrarse de una de las paredes intestinales, no seguir.

Uno se encuentra asimismo con unos animalillos de un solo ojo, más bien simpáticos, redondos y cubiertos de dedos. Se desplazan a gran velocidad. Por lo general no se meten con uno, y hasta se dejan acariciar un poco. Se desplazan en manadas de cinco o diez.

Lo mejor es dejarse llevar, y no tratar de escapar por cualquiera de las salidas que hay a los lados en forma de vaginas. Esas salidas conducen a reinos ignotos de turbulencia oscura que ni Cabeza conoce.

Finalmente llega el momento interesantísimo del parto. Es un pujar intenso, que supone un gran placer para el que está siendo pujado –en este caso yo. A lo largo del camino he ido recogiendo una capa viscosa cuya función es facilitar la concepción. Momento de gran intimidad. Por fin salgo, húmedo, inocente, limpio, tiritando, y maravillado. De inmediato lo reciben a uno dos interventores con una toalla y toda suerte de atenciones. Un taxi me espera.

Llego al hotel. Me ha tocado un cuarto gigantesco, con vistas a los paisajes infernales. Procedo a tomarme una siesta y ordeno algo de comer. Eventualmente, me doy cuenta que Bilisiblis me ha dejado una nota, y una flor, sobre la almohada. La nota dice: “Estoy loco por verte. A las ocho. B.”


A las ocho, en efecto, está allí. “¿Te gusta el fútbol, espero?”, dice. 

No muchas personas tienen la oportunidad de ver a siete mil interventores excitados en torno a un balón. Bilisiblis me ha llevado a un partido de fútbol. Sonidos guturales de monstruos inefables inundan el Valle de los Sacrificios, tal es el nombre del estadio, un poderoso recinto. Por supuesto, las trifulcas se dan todo el tiempo. Por ejemplo, como a veinte metros de dónde nos encontramos ubicados, un demonio le empeña en arrancarle el brazo a otro, y de hecho lo consigue. El árbitro es una bestia excelente, por lo menos tres veces más grande que yo, cubierto de escamas, y cuyo único lenguaje son unos rugidos que nos vapulean los oídos. Bilisiblis es el que más se divierte… Le pregunto cuál es su equipo. ¿Equipo?, pregunta; no entiende lo que es un equipo. El equipo, explico, es ese grupo de personas que está de un lado de la cancha, mientras que el otro equipo se encuentra del otro. “Pero no, así no es como jugamos nosotros”, observa. Prefiero no hacer más preguntas. Viendo el partido, me llega la respuesta más sensata: esto no tiene sentido, no hay por qué ahondar más en la cuestión. La pelota no es una pelota exactamente, sino una criatura bulbosa, que está tratando todo el tiempo de escapar, y por supuesto, nunca lo consigue.  


Los próximos meses en el infierno resultan ser la época más feliz de mi vida. Bilisiblis se destaca como anfitrión. Un interlocutor fenomenal, sensible, atento, prodigiosamente inteligente, culto, tan honesto y afectivo. Conversaciones memorables. No cabe duda de que ya he encontrado mi alma gemela, mi compañero espiritual, y el vacío de mi corazón se ha llenado de alegría, y dónde había desierto ahora hay selva prolífica y enredaderas sin fin y líquenes y saltamontes, descansando mineralmente sobre las plantas. En tal selva paseamos los dos, entre senderos gloriosos: cantos de pájaros, que nos apresuramos a imitar, mariposas delicadas y zigzagueantes.


Bilisiblis me presenta –es un gran honor– a los Principales. Se trata del Consejo Gubernativo, el que se hace cargo de todas las cuestiones relativas a la administración del infierno. Grupo vivaracho y con amplio sentido del humor, compuesto por interventores de todas las clases sociales. En realidad no trabajan mucho. En el infierno, el desorden es un estado político muy avanzado, digno de ser estudiado.


Hemos ido a conocer asimismo a varios amigos de Bilisiblis, venturosos para cantar canciones populares del Submundo. Así nos hemos pasado la noche, cantando y coreando letras, mientras devoramos platos de comida local, y bebemos hasta las horas
esotéricas del amanecer. En tal momento, por cierto, es cuando Bilisiblis asciende al cielo y brilla allí en forma de lucero. Desde allí me invita a que lo acompañe: somos dos luceros, ferozmente solos, altivos, un poco enamorados.


¿He dicho ya que nos dedicamos a caminar con Bilisiblis? ¿He hablado ya de nuestras largas caminatas sin tiempo, de nuestras meditaciones entre florestas sonrientes? ¿Y de la intimidad entre nosotros? ¿De la emoción de encontrarnos mutuamente? Por primera vez en mi vida, tengo un amigo... Y con mi nuevo amigo camino y camino. Hablamos de nuestras ideas acerca de la Creación, la Materia y la Energía. ¡Y tantas ideas en común! ¡Es como si me leyera la mente! ¡Nunca nos cansamos el uno del otro!


Bilisiblis, !tan mal comprendido! ¡Pero claro: sus detractores están por todos lados, esos envidiosos,! Y como Bilisiblis es de ésos que cree en el ejemplo, y no en la estéril propaganda, entonces prefiere sembrar acciones concretas y revolucionarias en el mundo antes que publicitarse, vulgarmente, por medio de un libro sagrado... Algún día veremos manifestada la profunda lógica–congruencia espiritual de todas las acciones de Bilisiblis.


Y con qué pasión me lee versos, con qué palabras hechizadas y precisas. Oh, sangro ante la entonación de su voz. También es coleccionista de mariposas. Es su veta científica. ¡El orden, la paciencia, la premura…!


Por demás, le gustan las novelas de misterio, y me lee párrafos enteros.


Todo en él tiembla de magia. Me encantan sus anteojos oscuros. Sus músculos fornidos. 


A veces, en ciertas tardes, se transforma en pájaro…


Bilisiblis es tremendo en la cama. Fiero. Me rindo a él. Me hundo y me someto, se hunde en mí –y me somete. Río, lloro, da igual. Las sábanas son ya el lodo en que nos revolcamos, bajo una lluvia excremencial. Es lo que estuve esperando toda mi vida. Al final quedamos los dos abrazados, saciados, anhelantes, buscándonos los pezones, los ombligos, los muslos, todo…


Y así cada noche. Me voltea impaciente, hostil, y ya no me queda sino empuñar las sábanas, que están como desmayadas de impotencia. Pronto siento toda su tiesura caliente dentro de mí, eternizada, buscando mis profundidades, mis ángeles más ocultos. 


Esto es una condena, una forma de morir por dentro, una humillación deliciosa. Oh, que Cabeza prohíba los espejos… Que los entierre en mares olvidados…


Poco a poco, primero tibia, luego como ardiendo, una dicha se ha establecido entre nosotros. Somos los más felices, los mutilados del amor. No es ya posible dejar de abrazarnos; y reír. La poderosa aceptación de mí mismo cuando con Bilisiblis estoy me ha hecho olvidar mis previas dudas y desorientaciones, mi pujar incesante. Bilisiblis no es la mala persona que Cabeza quiso hacerme creer que era.


Es un sentimental. Un hombre de detalles. Un caballero. Me cuida; me atesora; me protege. Cuando suena el teléfono, me pongo en un estado de profunda conmoción: es él. 


Nuestra historia íntima será historia universal. Daré mi sangre viva a sus labios.


Hay que escucharlo tocar el piano: la exquisitez, los dedos frágiles sobre teclas como nuevas siempre, tan blancas, tan negras, luz y muerte diciéndose cosas al oído. Acepto que ya jamás seré el mismo, luego de oír a Bilisiblis tocar el piano.


Le daré, uno a uno, todos mis nervios. Le daré pulidos huesos ceremoniales. Le daré, si es necesario, mi pellejo blanco de ángel, mi memoria, mi voluntad, mi esquina de las cosas.


Hablamos de nuestro porvenir cuando estemos juntos, de nuestros viajes a todas las constelaciones, de la casa que compartiremos, de nuestra vejez feliz: de nuestra muerte y nuestra resurrección. De los hijos que de nosotros nacerán: bellos, fuertes, nobles y libres… De nuestro proyecto de salvar la tierra de tanta muerte divina…

Ya se puede decir que vivimos juntos. Tengo un departamento propio, que el mismo Bilisiblis me ha proporcionado. Prácticamente, Bilisiblis duerme allí cada noche. Por la mañana, sale a trabajar. Pero antes me prepara el desayuno, me lo lleva a la cama, ceremoniosamente.

Me deja notas por toda la casa. Es su costumbre. Son pequeñas notas breves, pero me guían a través de la desesperación de la jornada, cuando tengo que esperarlo, porque Bilisiblis trabaja el día entero, y apenas soporto no verlo. Lo necesito tanto, lo ansío y lo deseo… El día se transforma en un largo prefacio para el sonido característico de sus llaves al momento de abrir la puerta. Me siento entonces obligado a saltar del sillón y correr a abrazarlo, quitarle amorosamente los zapatos, darle muchos besos en el cuello.

Finalmente, ocurre el milagro: me da el anillo. Oh, la emoción.

Cada noche, lo espero con la misma blanca impaciencia. Lo hago mientras riego las plantas, mientras limpio, una y otra vez, la casa, cada rincón. Casi ni pienso en Carlo o Laura, ya. Tengo por ellos un poco de lástima solamente. El amor que yo siento por Bilisiblis es tan puro…


También me ocupo de mandar los trajes de Bilisiblis a la lavandería y luego de pasar a recogerlos. Otra cosa que me gusta hacer para él es darle frecuentes masajes. Es normal que le haga tantos masajes a mi querido Bilisiblis. Después de todo, Bilisiblis es el amo del infierno. Un demonio con muchas responsabilidades. A veces está tan cansado que ni siquiera me saluda, pobrecito. La oficina lo está matando.

Laura y Carlo han dejado de existir para mí. ¿Cómo extrañarlos cuando estoy rodeado de tanta paz doméstica y suburbana? He descubierto unas pastillas que me mantienen apacible y emocionalmente disponible para mi marido. A veces tomo tantas que me desmayo.


Hoy me he vuelto a desmayar. Lo curioso es que no he despertado en el sofá de la casa, como usualmente lo hago, sino esta vez en el escenario de una especie de teatro, con butacas y gran cortinaje… No entiendo lo que pasa. Y la temperatura… Cuánto calor. Lo más desconcertante es que estoy amarrado. Los días pasan, nadie se acerca. ¿Bilisiblis, mi amor, en dónde estás? Oh, seguro estará ocupado, trabajando como siempre en la oficina.  


Un día, por fin, aparece. 

Me quita la mordaza.


–Amor, qué pasa, amor –pregunto, feliz de verlo.


Por fin seré rescatado, y toda esta horrible pesadilla llegará a su fin.


–Cállate. Te digo que te calles.


Y me pega.


Luego me vuelve a poner la mordaza.


¿Quiere decir esto que no me ama? Pero si yo lo amo tanto. Cierro los ojos.

Hay ruido en el teatro. En efecto, el teatro se está llenando de gente, de interventores. Compruebo cómo las filas de butacas van tomando vida.

De pronto, un reflector proyecta su luz rasante en mi rostro. Es una sensación molesta, caliente. Después de un rato, estoy sudando. Con tanta luz, resulta ahora difícil distinguir al público. Mis manos intentan desesperadamente zafarse, pero están perfectamente amarradas. 


Y es cuando todos deciden abuchearme a un tiempo. No creo que vaya a poder aguantarlo. Por favor, que pare ya este lamento, esta marejada de odio.

Es cuando aparece uno de los interventores vestido de camarera. El demonio–camarera tiene rostro de cerdo.


Lo primero que hace es pintarme las alas con spray negro. Pues vea usted, qué lindas alas, dice el demonio, al tiempo que pintando. Las alas pasan de ser blancas a muy negras, el público dice oh, un ruido se escucha tras bastidores. (El demonio indica algo con sus manos.) (Sus gestos se vuelven más y más exagerados.) (Luego hace una mueca, seguida de unas carcajadas generales.)

Pido agua… ¿A dónde ha ido Bilisiblis? Me encojo y me parapeto. Me tuerzo y me alargo. Es ese maldito reflector sobre mi cara... Cielos, conque esto es la sed... Tal como la describen los libros. El reflector babea con lealtad e indiferencia su temperatura insoportable. ¿Quién podrá arrancarme esta sed? Sólo la oscuridad. Sólo el oscurecerse de la luz.


Otra vez el demonio se coloca en mi campo de visión. Luego procede a tirarme cucharas –cucharas de todos los tamaños, una y otra. Insoportable ruido de cucharas cayendo al suelo del escenario. Son cientos de cucharas.


Otro demonio –bajito, expeditivo, ojillos cromados– ahora se acerca. Su aspecto, muy inquietante. Es talvez la estatura contrastando singularmente con la rugosidad de su rostro. Es la mano derecha, deforme –¿se considera una deformidad eso en el infierno?– con deditos incluso demasiados pequeños para su tamaño, como si nunca hubiesen terminado de formarse.


Extrae de una valija que lleva consigo unas tijeras así grandotas. Ya está afilando las tijeras. 

Se acerca con pasitos cortos y fustigantes, me toma la mano derecha, me sujeta el meñique, y luego me lo corta. Los interventores dan por terminada la función, se levantan, se van, hasta que la sala se vacía completamente. Incluso apagan el reflector, y sólo queda la noche, y como una lucecita –en la noche– mi sollozo tenue. 


Al día siguiente, vuelve la sala a llenarse, esta vez de niños. Estos pequeños demonios me miran con una curiosidad perversa: sus caritas grotescas, reptilianas, se apuran en reconocerme, tienen prisa, quieren saber cuánto dolor estaré dispuesto tolerar. De nuevo el reflector, su luz circular, alumbrando mi última palidez. ¿Y Cabeza, sabrá Cabeza lo que está pasando?


Vuelve el mismo interventor de ayer, y nuevamente vestido de camarera. A los niños eso parece encantarles. Qué inquietos están. A lo mejor es la primera vez que miran a un ángel luminoso en carne viva. Alguno incluso se saca una moneda del bolsillo, y me la tira con gran precisión: justo en la frente. Varios lo imitan a continuación. La camarera ordena que se detengan. Mi frente está sangrando.


A continuación, los niños corean:


–¡Que lo inyecten! ¡Que lo inyecten! ¡Que lo…


¿De qué hablan?


–¡Que lo inyecten! ¡Que lo inyecten! ¡Que lo inyecten!...

El interventor ya está metiendo esa aguja gorda en mi brazo.

El ardor empieza en el área de la espalda. Es tan fuerte que termino soltando un lamento agudo, que provoca que todos los presentes me observen con expectación. Incluso la camarera ha dejado a un lado su semblante hierático y ha cedido a la curiosidad. Observa con avidez mi espalda. 


En ese momento, la camarera invita a uno de los miembros del público a subir. Al principio, ninguno de los niños se atreve a hacerlo. La camarera parece hasta cierto punto irritada por la falta de iniciativa.


“Vamos”, va diciendo, “no tenemos mucho tiempo, ésta es una oportunidad única”.


Finalmente, uno de ellos, levanta la mano, con particular orgullo. ç


“Y allí está: un amable voluntario”, dice la camarera.


“Un aplauso, por favor, un aplauso”.


El demonio sube por unas escalerillas al escenario. La camarera pide para él otro aplauso. Otro aplauso inunda la sala. El pequeño está fuera de sí, borracho con tantas miradas puestas en él.


La camarera le pregunta su nombre al chico. Lamentablemente, no alcanzo a escucharlo, y creo que nadie más en la sala. La camarera continúa haciéndole una serie de preguntas: la edad, su pasatiempo favorito, algo relativo a sus padres, a lo cuál el demonio va respondiendo mecánicamente.


“¿Habías visto antes a un ángel?”, pregunta la camarera.


“Es mi primera vez”, contesta emocionado el crío.


“Apuesto a que te gustaría patearlo, ¿eh?”, dice la camarera.


El demonio asiente.

La camarera parece satisfecha.


Acto seguido, le pide al pequeño demonio que se acueste en el suelo. El niño lo hace llamando la atención, exagerando cada gesto. Cree que es cómico. Ya está acostado.


La camarera ha sacado un cuchillo largo, lo hunde en las vísceras del pequeño. Un líquido, una emulsión abstracta mana de la herida, y la camarera se apura en recolectarlo, en una probeta de vidrio. El pequeño ya está muerto. Hay una mudez en la sala. La camarera observa obsesivamente el líquido.


Acto seguido, lo aplica en mi espalda. 


Sucede lo más inesperado: una joroba empieza a formarse rápidamente, en mi área dorsal. Y se mueve.


El público se pone de pie, y aplaude rabiosamente. Pero una voz dice: “Por favor, siéntense, siéntense”. Es la voz de Bilisiblis; ha ingresado al escenario. “Amor”, pronuncio frenéticamente. “Cariño”, insisto. “Corazón”, ruego ya. “¿Qué está pasando, vida mía?”, pregunto. Por fin responde.


–Cállate ya, ¿quieres? Me das asco…


Luego, con un gesto seco, hunde su mano en mi espalda: busca, palpa, tantea. Bilisiblis extrae algo, una especie de… ¡un niño!… ¡un ser humano!, cubierto de una película viscosa. Lo muestra al público.

–Mis queridos: les doy al Anticristo. Nacido de la espalda de un ángel, tal y como lo ha dicho la profecía.

Feroz entusiasmo.


–¡Cabeza será desmembrado!


Bilisiblis se acerca a mí, y me susurra algo oscuro al oído.


En tal momento entran dos interventores. Me llevan cargado entre corredores oscuros, estrechos, laberínticos… Me meten en la parte trasera de un automóvil.
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